El dulce veneno del diablo
por Vicente Mateu
Baby, I don't care where you bury my body when I'm
dead and gone
You may bury my body, hoo
Down by the highway side
So my old evil spirit
Can get a Greyhound bus and ride
Sinceramente,
da igual a quién vendió su alma aquel joven elegantemente vestido que sostiene
la guitarra con los dedos más largos que jamás se hayan visto. Es la imagen más
famosa de Robert Johnson (Hazlehurst,
Mississippi 8 de mayo de 1911 – Greenwood, Mississippi 16 de agosto de 1938),
capaz de escribir el alfabeto del blues, o al menos de uno de sus dialectos más
importantes, con apenas un puñado de canciones grabadas entre la habitación de
un hotel y el trastero de una tienda.
Da
igual porque su música es el verdadero diablo, ese viejo espíritu que aprovechó
su demasiado temprana muerte para subirse, como dice la letra de Me and the Devil, al autobús de la
Greyhound que pasaba junto a su tumba y extender su dulce veneno por todo el
mundo. Pocos como Robert Johnson han
conseguido tanta influencia con tan poco, 29 canciones que han marcado la forma
de tocar y cantar de varias generaciones hasta el día de hoy. Auténticos
clásicos que siguen sonando hoy día, versionados una y mil veces en todas las
claves, desde Rambling on my Mind a Love in Vain.
El gran
misterio de Johnson es su forma de
atrapar el espeso aire del Delta del
Mississippi y encerrarlo dentro de su guitarra. Su técnica deslumbra aún
hoy, pero todavía más esa atmósfera de autenticidad que transmiten sus blues.
Es imposible no oler a alcohol barato y sentirse envuelto por el humo del
tabaco que te echa en la cara esa mujer sentada a tu lado en la barra de un
polvoriento bar en medio de ninguna parte. Incluso tienes tiempo de bailar con
ella al ritmo de They’re Red Hot sin percatarte
que un marido celoso te está envenenando la bebida.
Exactamente
como le pasó a él en mitad del verano de 1938, justo cuando había conseguido un
contrato para actuar en el Carnegie Hall unos meses más tarde. Tenía sólo 27
años. No obstante, hay quien asegura que murió de una menos glamourosa
neumonía.
Nació
por lo visto en 1911, en Hazlehurst,
Mississippi, con el nombre de Robert
Leroy Spencer, que cambiaría por el de Johnson
cuando su madre le contó quién era realmente su padre. Mientras, su infancia y
adolescencia transcurrían en un gran viaje en el que nunca perdió de vista el
río ni las plantaciones de algodón. Un joven negro en la América rural del
profundo sur, la que incluso se huele en Milcow’s
Calf.
Son House y Willie Brown –a los que dejó alucinados cuando le vieron tocar- y
especialmente Lonnie Johnson eran en
aquellos años 30 los reyes sureños del blues, convirtiéndose en los primeros
maestros de un jovencísimo guitarrista. Con él culminaba el camino que
empezaron, entre otros, Big Joe Williams,
Tommy
McClennan o Robert Petway.
Su tragedia personal, la muerte de su segunda mujer, y luego de su hijo, fue la
que le determinó a convertirse definitivamente en músico profesional y vivir de
ello.
De
concierto en concierto se hizo un hueco en el sur de EEUU y consiguió un par de
sesiones de grabación en Texas que le permitieron vender un par de miles de
copias de Terraplane Blues, lo más
parecido a un hit en aquellos tiempos. Su truco consistía muchas veces en darle
su toque personal a melodías muy conocidas, como es el caso de Rambling on... La suerte parecía por fin
sonreírle.
Su
instrumento era mucho más que seis cuerdas. Podía hacer que sonara como un
piano, doblarlo con la guitarra y convertirla al mismo tiempo con su pulgar en
una caja de ritmos con entrañas de madera en vez de microprocesadores. La
harmónica ponía el resto. Y el slide
la guinda. Tras su muerte, sus amigos se encargaron de alimentar la leyenda con
su increíble capacidad para reproducir a la perfección y a la primera cualquier
cosa que escuchara. Obra del diablo, seguro.
Su
estilo sincopado, herencia de Son House,
pondría los cimientos sobre los que se levantó el rock además de hacer escuela
con alumnos que siguen rindiéndole homenaje a la primera oportunidad, desde Joe Bonamassa a Billy Gibbons y sin olvidarnos de John Mayall, uno de los principales contribuyentes a la leyenda de Robert Johnson cuando se descubrió que la
magia funcionaba incluso mejor con una guitarra eléctrica.
La
lista de sus deudos es tan extensa como la enciclopedia de la música popular de
los últimos 75 años. Es el gran mito del blues construido gracias a otros
genios como Eric Clapton o Keith Richards cuando memorizaban sus
punteos con el sueño de poder tocar como él. Hay muchos más pero quizá ellos
simbolicen mejor la tremenda influencia de Johnson,
con el permiso de Fleetwood Mac, Led Zeppelin, The Doors, Bob Dylan, Cream… Red Hot Chili Peppers, The
White Stripes…
Hay
quien dice entre los especialistas que se ha exagerado la imagen de Johnson como icono del blues, que la
mitología, el arquetipo del pacto con el diablo –según algunas fuentes, robado
a otro bluesman- y su popularización a nivel global por las superestrellas
actuales no se corresponde con la realidad: era un genio, pero recuerdan que
hubo muchos más antes y después de él en un género que no se terminaba en el
delta del Mississippi y el mérito no es sólo suyo.
Afirman
que es fruto de una casualidad, de la reedición en 1961 (y luego en 1970) de
sus grabaciones de 30 años antes en una recopilación de Columbia con los
“reyes” del blues del Delta, justo
en el momento en que echaban a andar las carreras de muchos de los citados. Eso
y su leyenda maldita habrían hecho el resto. Hasta entonces nadie se había
acordado de él.
Robert Johnson estaba, pues, en el momento
adecuado en la discográfica adecuada, pero sus críticos olvidan que ése es,
precisamente, el privilegio de los genios destinados como él a cambiar el mundo
armados con una guitarra.