Versionando el pecado original
por Alberto D. Prieto
¿Qué es lo
que no es música clásica? Sea lo que sea, la encuadremos como música popular,
ampliando el concepto de rock'n'roll,
sea como sea que la llamemos, digo, en el principio hubo un Adán.
Y en la elección siempre
subjetiva, salvo que esto fueran unas escrituras reveladas por el aliento
divino (que uno, a veces, no lo descarta), de aquél al que uno pondría como
encarnación del hombre que cayó en la tentación de poner los acordes de una guitarra
en el compás que meneara las costillas de toda Eva que se le arrimara, uno señalaría con ese dedo divino a Chuck Berry.
Entre
otras cosas, porque Berry hace puro rock'n'roll, primigenio, y de un modo
que beben todos de su fuente. Por añadidura, diremos que en la lista
(nuevamente caprichosa) de los cien, cincuenta o diez más grandes, él nunca
faltaría, elabore el ranking quien lo elabore. Y como colofón, salvo que
alguien lo corrija, esas listas de los mejores, si se recolocan no por ventas,
ni por gustos, ni por números uno, sino por orden cronológico, en esas listas,
digo, Chuck Berry es el primero de
todos. Es Adán.
Ya en
1953, Charles Edward Adelson Berry
(San Luis, Misuri, 18 de octubre de 1926 - 18 de marzo de 2017) se subía cada noche con cierto éxito a las tablas de
los garitos húmedos del Sur negro americano, aquel Edén donde todo empezó, a
contar sus experiencias de escasos 27 años de vida. Y ya en ese año era un
hombre no sólo casado, sino padre, y no sólo eso, sino que ya había cumplido
tres años, de una condena de diez, por varios robos a mano armada en Kansas. De
la prisión había vuelto formado en arte del boxeo (muy útil a ese lado del
Misisipi) y con experiencia en el oficio de cantar en un grupo de coral... lo
que hoy llamaríamos, quizá, musicoterapia. Y ya en ese año, entre habilidades a
las cuerdas hasta entonces no visitadas, competía no sólo con Ike Turner en capacidad de
convocatoria, ganando siempre, sino con sus propios compañeros de escenario,
hasta que el Sir John Trio en el que
servía pasó a llamarse el Chuck Berry Combo.
Después de
arrasar en todos los locales de swing,
country y blues con su nueva mezcla de ritmos, ésa que aún nadie había
nombrado pero todos comprendían que era el nuevo metrónomo del día a día, su
ídolo Muddy Waters lo sacó del
desierto de los bolos mal pagados a la tierra prometida de Chess Records. Fue en esa compañía en la que, de ida y vuelta en
busca de contratos al alza, siempre encontró su simbiosis perfecta, pues
durante sus infidelidades y diásporas con Mercury
y Atco los éxitos no se traducían en
copias vendidas, sino que se limitaban a sus potentísimas prédicas en directo,
en cuyas noches de fiebre y rizos al viento, Berry inventó el famosísimo paso del pato, ése que pasadas las
décadas caracterizó a Angus Young y
bendijo la fama de AC/DC.
Debutó Chuck Berry en los surcos de vinilo con
un número 1, 'Maybellene', en 1957 y
no es que desde entonces viviera de las rentas, pues hasta que en 1963 dejó al Sr. Chess, salió a éxito por álbum -'Too Much Monkey Business', 'Rock and Roll Music', 'Johnny B. Goode'...-, pero su infinita
fama siempre fue mayor que sus enormes ventas. El rock'n'roll había nacido para heredar la tierra y él, con la Gibson ES 355 que de su costilla salió,
había sido el primero en morder la manzana.
Organizó
sus asuntos de la mano de una chica judía llamada Francine, con quien fundó Chuck
Berry Music Inc. y, a partir de entonces, todos los versos fueron dólares y
todos los acordes, triunfos. Berry
dejó atrás definitivamente los oficios de mecánico, carpintero y peluquero y
dedicó la habilidad prestidigitadora de sus manos a escribir y tocar.
Pasados
los años, con sus pentagramas aprendieron a leer melodías y compases Bob Dylan o George Harrison, y con sus interpretaciones aprendieron a susurrar
proposiciones a las nenas John Lennon
o Keith Richards.
Cómo sería que Berry es el padre de todos que cuando
salió (otra vez) de la cárcel tuvo que demandar a los Beach Boys por plagio y con razón. Había pasado tres años en la
penitenciaría reo de proxenetismo tras haber contratado a una bella india
adolescente sacándola de Juárez, México, para emplearla de camarera en el
garito de Misuri donde el artista había invertido parte de sus ganancias. Pero
el magro sueldo que juntaba entre la tacañería de Berry y las propinas la chica lo redondeaba ofreciéndose a tocar
con mucho amor el 'Ding-a-ling' de
los varones de la zona a cambio de unos dólares. Y sus favores se hicieron tan
famosos en la localidad como su patrón en el mundo. Además, la moza tenía tanta
falta de decoro como descaro para mentir: pese a su habilidad amatoria, no
tenía 21 años, como le había jurado al rey del rock'n'roll, sino 14.
Así que
tras la experiencia, Chuck Berry
salió de prisión con casi 40 años, rico y harto, convertido en un hombre hosco
y desconfiado. La obra de Berry ya
había cruzado el charco y bebiendo de sus enseñanzas, versionando sus éxitos,
habían llegado nuevos profetas a Estados Unidos, como los Yardbirds, los Stones,
los Beatles... Así que, amenazado
por su propia gloria por los de fuera y los de casa, cuando escuchó 'Surfin' USA', sus grandes ojos dieron
vueltas. Aquello era un ultraje, y esos niños rubitos de papá se habían
apropiado de todos los acordes, tempos y armonías de su vieja oda, qué ironía,
a una (otra) bella adolescente, 'Sweet
little Sixteen'.
Con la
demanda a los Beach Boys inauguró,
claro, quién si no iba a ser el pionero también en esto, la defensa de los
derechos de propiedad intelectual. A su habilidad para meterse en líos y en las
listas de venta, Berry añadía un
amor proverbial por el dinero. Hasta la fecha (y después también) la tradición
de la música popular es tomar de aquí y de allá, sacar ventaja del homenaje al
talento ajeno. De hecho, así floreció el son en el caso de los negros. Las
barracas y las familias heredaban canciones algodoneras y éstas sólo se
emanciparían de su condición de libro de historia de los esclavos en el momento
en que sus nietos fueron retocando los versos para acompasarlos a sus nuevas
realidades de segregación y libertad, peleas por una falda, estudios e instintos
primarios, oficios sucios y arrestos policiales.
Eso había
hecho él mismo al inicio de su carrera, versionando con la Gibson en escena las habilidades al piano de Nat King Cole, por ejemplo. Eso había perfeccionado también cuando
tomó para su autobiografía apócrifa ('Johnny
B. Goode’) no ya el nombre de su pianista y el apellido de la calle que le
vio nacer, sino el riff inicial de 'Ain't that Just Like a Woman', obra de
otro eslabón perdido en esto de transportar la tradición oral al acetato, Louis Jordan. Su mismísimo estreno, 'Maybellene', lo basó Berry en un soniquete amoroso cantado
desde que los negros aprendieron el ingles de sus patronos, conocido como 'Ida Red'. Y es que si se versionó a sí
mismo, exprimiendo su éxito del 57 'School
Day' siete años después con otra letra y otro título de mayor rendimiento
económico, 'No particular place to go',
como ya había hecho para pagarse un aguinaldo de Navidad convirtiendo 'Little Queenie' (1957) en 'Run Rudolph Run' (1958)... si se citó
a sí mismo, cuando en 1960 punteó 'Bye
Bye Johnny' como secuela a los dos años del 'Johnny B. Goode'... si era capaz de todo eso, qué no haría Chuck Berry, consciente de haber sido
llamado a fundar una civilización ajena al paraíso formal de las batutas y el
traje de etiqueta, por figurar en la esquina más soleada de cada salón y paseo
de la fama. Orgulloso pecador, Berry
siempre dejó claro que el clin-clin-caja era lo que comentaba su fe en el
crujir de la aguja sobre los surcos de vinilo.
De modo
que igual ganó su demanda y los Beach
Boys pagaron lo suyo, que se labró merecida fama de usurero con los dólares
y pendenciero con la industria. Es ésta la razón, por ejemplo, de que siendo
reconocido como el principio de todo eso que hoy llamamos rock'n'roll, y estando, por ejemplo, sexto en la biblia de las
listas de mejores guitarristas de la historia, ni sus poco visitadas Fender o Taylor, ni siquiera Gibson
han logrado que aceptase jamás poner su nombre a un modelo. Pide mucha pasta el
abuelo por una signature.
Durante casi
nueve décadas de vida, Chuck Berry
ha coleccionando demandas, por malos tratos, por voyeurismo, y ha estado pendiente de
seguir alimentando de oro su legado, como si no tuviera suficiente con los
dineros que le continúan cosechando los royalties de sus interpretaciones y de
las covers que le hicieron (y le hacen) artistas de todo el orbe, o las
constantes visitas a sus clásicos en el cine americano. Sus composiciones
viajan por el espacio en las sondas Voyager para cuando algún marciano quiera
comprender nuestra civilización.
Un tambor
a ritmo y un par de acordes sugeridos de su ES 355 convierten
cualquier situación en un revival de aquellos años 50 y 60, el principio de ese
bendito pecado original que removió a Beethoven.
Cuando Chuck Berry trajo a la Tierra
este reino de los pelos engominados, las chicas enamoradas y los coches
bruñidos en cuatro tiempos y seis cuerdas.