Live at the Regal
B.B. King
Su
oronda figura con la guitarra empequeñecida por su corpachón forma parte de
nuestras vidas. De las de todos, prácticamente sin importar cuándo haya nacido
uno. Él ya estaba ahí. Porque B. B. King es el blues. Su discografía es tan
inmensa como su talento y siempre ha sido más conocido por canciones unidas a
su leyenda que por algún álbum en concreto. Y especialmente por sus actuaciones
en una vida que prácticamente ha sido una gira permanente. Tuvo que llegar 2015
para que su salud empezase a pasarle factura a escasos meses de cumplir 90
años.
En
una encuesta a la mayoría seguramente sólo les vienen dos de sus discos a la
memoria: Riding with the King, su
dueto superventas con Eric Clapton grabado en la frontera del siglo XXI, y Live at the Regal, el disco que en 1964
y publicado un año después le consagró definitivamente como el “rey”, el
auténtico e inimitable monarca de toda
guitarra que se sumerja en las aguas pantanosas del blues con permiso de los
otros dos con derecho a llevar el mismo apellido: Albert y Freddie.
Aquel
concierto le cogió en su momento de plena madurez marcada por la perfección
técnica y hasta una garganta que aún le permitía jugar con falsetes. La voz no
pudo conservarla, pero entonces unía además una característica que ha hecho únicos
sus conciertos década tras década: la capacidad para meterse al público en el
bolsillo haciéndole partícipe del show. Sus trucos en este terreno han sido
casi tan copiados como los vibratos con que ha epatado a propios y extraños
haciendo que parezca fácil lo que no lo es.
En
Live at the Regal están las canciones que le han acompañado la mayor parte de
su carrera, las que en apenas tres minutos de duración media consigue condensar
el espíritu de aquellos esclavos que lloraban sus penas entre el algodón. La
mayoría son de otros, porque Riley B. King, su verdadero nombre, ha sido ante
todo un intérprete, un transmisor de sentimientos de personajes como Memphis
Slim, con el que arranca –Everyday i have
the blues-, o John Lee Hooker y su eterno lamento de It’s only my fault. De la cosecha que se puede calificar de propia
aunque no figure en los créditos es obligatorio destacar How blue can you get?, un fijo en su repertorio desde entonces. La
marca de la casa.
Han
pasado demasiadas tecnologías por encima de un disco imprescindible tanto para
entendidos como profanos, lo que en modo alguno le ha restado interés. Antes al
contrario, casi es de esos a los que la remasterización quita ese nostálgico
encanto que acompaña a todo buen blues y es mejor escucharlo lo más en ‘crudo’
posible.