‘All things must pass’, cuando George Harrison renació a lo grande

Por Alberto D. Prieto

En los estudios Twickenham, George Harrison no dejaba de darle vueltas. Bullían en su interior y bajo sus dedos decenas de nuevas melodías, pero se las guardaba para él. La última experiencia había salido un poco rana. Sí, Something y Here Comes The Sun habían merecido un hueco en Abbey Road, el último trabajo realmente conjunto de The Beatles, pero los chicos tampoco esta vez las habían valorado en su justa medida. Lejos quedaba el Revolver de 1966 cuando le permitieron abrir el álbum con Taxman.    

Pero ése ya no era George. Por entonces había reclamado su hueco ocupando más surcos que nunca, pero él ya estaba en otro nivel. Fuera de The Beatles había una nueva vida que vivir; Dylan, Clapton, Delaney & Bonnie se lo habían mostrado. Y Jack Bruce, Leon Russell… otros lo estaban esperando para tocar para él, formar una banda en torno al místico beatle que no hallaba ya su espacio entre los amiguetes de toda la vida, tornados en empresarios de sí mismos, gallos egoístas de pelea, fríos compañeros de viaje.
 

    

Corrían las frías primaveras de mayo de 1970 en Londres cuando Phil Spector se acercó a Friar Park, la mansión de Harrison, a escuchar unas cintas. Y la sorpresa no fue por la calidad, sino “por la profundidad y la cantidad de talento” acumulado por el ya casi ex beatle desde hacía años. En un cajón de su enorme casa tenía guardadas piezas que deberían haber aumentado la gloria de los cuatro de Liverpool, que podrían haber supuesto un auténtico paso hacia el viraje de The Beatles a un grupo más coral. Si ya se estaban marcando las diferentes voces, ¿por qué haberlo dejado evidenciado sólo en el alejamiento de Lennon y McCartney? ¡Si se podía haber descubierto otro genio...!
   

Allí sonaban, enlatadas aún, Isn’t It a Pity y el bluesazo que terminaría por ser Art of Dying cuando se fraguaron en el muro de sonido de Spector las argamasas de la ‘Blackie’ de Eric Clapton a tope de tono, el órgano de Billly Preston y los metales Jim Price y Bobby Keys. Todo alrededor de una batería brutal a manos de Jim Gordon, quien pasaría poco después a la historia como responsable de la coda de piano que termina de armar Layla... esa canción que Clapton compuso para robarle la esposa, Pattie Boyd, a su amigo Harrison.
   

El Anthology III de The Beatles incluye algunas tomas de ensayo de piezas que nunca pasarían a formar parte del repertorio beatle, como si George hubiera estado enseñando la patita durante las sesiones finales con el grupo, avisando de que o se lo tomaban en serio o habría de tomar otro camino. Finalmente, el anuncio de Paul McCartney el 10 de abril de 1970 de que abandonaba The Beatles —un poco trampa, pues el grupo había dejado de ser tal ya en noviembre de 1969— fue el impulso definitivo. Todo pasa, todo ha de pasar, hasta el mayor grupo de la historia. Hay que renacer.
   

Harrison tomó a Lucy, la vieja Les paul Standard de 1957 que Clapton le había regalado en 1968, la Epiphone Casino acústica y la Gibson SG, reunió a sus amigos en el estudio y en un par de semanas se inició el trabajo, que finalmente se prolongaría por cinco meses.
 

   

Una curiosa joya de este triple elepé —el primero de la historia del rock, por cierto— es I Dig Love. En ella, Harrison se adentra en los vericuetos del slide junto a Clapton y Dave Mason para darle empaque a una composición que, en realidad, parecería del mejor Lennon de los 70. Un piano repetitivo, el juego a trabajar con un solo acorde a la rítmica y una sola nota a la voz el mayor tiempo posible, terminan por marcar la personalidad de esta melodía. La misma se corona con el eco vocal lennoniano, una batería aporreada por un inspiradísimo Ringo Starr y las pulsaciones al bajo del viejo amigo de Hamburgo Klaus Voormann —autor de la portada de Revolver—.
   

No son meras coincidencias, el sonido armado por la producción de Spector para All Things Must Pass es heredero del White Album de The Beatles, quizá el trabajo más ecléctico, completo y multidisciplinar de los Fab Four, aquel que los convirtió en un ‘mall’ musical.
   

El brandy de Spector, la heroína de Clapton, el cáncer de mamá Harrison, las presiones de EMI por la prolongación de las sesiones y su consiguiente sobrecoste, terminaron de añadir el tono desasosegado que transmiten todas las piezas, desde las más románticas o místicas a las más reivindicativas o rockeras.    



(Imágenes: ©CordonPress)

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