The Edge, la llamada del carillón
por Alberto D. Prieto
Mark David Chapman, aterido de frío tras una jornada rondando el Dakota, ve llegar a Yoko, que baja de la limusina blanca.
Sombrero negro de ala ancha, mirada baja, manos en los bolsillos, indiferencia
y altanería japonesa. Unos pasos más atrás, un renovado Lennon, dándole vueltas a la melodía recién registrada en el
estudio, se acerca a paso ligero. Su figura, delgaducha y alegre, no es ya la
del visionario hacedor de amores y no de guerras, sino la de un padre de
familia que regresa del trabajo a casa. Satisfecho, un buen día en la oficina,
levanta la mirada. Esa cara me suena. Esta mañana le firmé un disco. ¿Sigue
aquí? Hay que joderse los fans… Bang. Bang. Uhhhh. Bang.
Es 8 de
diciembre en Nueva York. Año 1980. Y han matado a Lennon.
Tres días
llevaban ya Adam, Larry, Bono y The Edge en la
ciudad de los rascacielos y hacía dos que habían debutado en el Ritz. La aventura americana de estos
jovenzuelos irlandeses llamados de U2
desembarcaba en clubes de sudor y whisky barato, humo de cigarrillos y acústica
deplorable. Recién estrenados en el club de los veinteañeros, y ya con un álbum
bajo el brazo, iniciaban la colonización del Nuevo Mundo, un empeño que desde
entonces tomaron como la clave para poder llevar su mensaje al mundo.
Aún tardarían
unos años y, la mañana siguiente, claro, los periódicos no les dedicaban una
línea, escupían la terrible noticia a unos centavos el ejemplar: ya no hay
voceadores, sino máquinas frías, congeladas en el aplastante invierno
neoyorquino de las que sacar un ejemplar. Lennon
ha muerto, el punk languidece y aquí
estamos nosotros, muchachos.
La geología del
rock dejaba atrás, definitivamente,
el jurásico.
Es 9 de
diciembre de 1980 y aún falta un mes para que Island Records lance el Boy
en América y, sin embargo, el cuarteto irlandés ya ha tomado el avión, animados
por el ansia despertada en la WBCN, una pequeña emisora local de Boston, donde A Day Without Me ha
quemado las líneas telefónicas de peticiones de la audiencia. Las revistas de
importación, las pequeñas tiendas de rarezas del otro lado del Atlántico, un DJ
avispado en su scouting de talentos y mucho ojo de su manager, Paul McGuinness, han obrado el milagro.
Eso y la verdad que extraen las agujas de los surcos en sus vinilos. Cada corte
es un single en potencia, cada cosa está en su sitio.
A la contra de
lo que venía derrotando al rock
grandilocuente setentero, ese punk
amalgama de gritos, desafíos y ruidos superpuestos para escupirle al público
que era culpable por consumidor; frente a esa contradicción de estrellas
nacidas del desarraigo y ahora endiosadas ante sus legiones de fans con la
dicotomía de haber conformado un sistema antisitema, un negocio del
antinegocio, en oposición a todo eso, decimos, esta banda de músicos católicos
componía cada canción como una obra con sentido, y ponía las habilidades de
cada uno, aún torponas, al servicio del mensaje.
Las letras, la
interpretación vocal, la percusión, el ritmo del bajo y las guitarras (tantas
ya, tantas ya entonces), tomaban su espacio adecuado al dictado de la obra. En
aquellos primeros bolos y grabaciones, The
Edge ya destilaba stilettos, ecos, timbres, solos o riffs. Desde que el vinilo daba la
primera curva, se apreciaba su brillantez sonora, alter ego de la enorme
versatilidad de Bono ante el
micrófono.
¿Está ahí
alguno de los secretos de sus más de tres décadas en el negocio? En las
primeras entrevistas de los años 80,
contaba The Edge (nacido David Evans el 8 de agosto de 1961 en
Londres, Inglaterra) que su empeño principal era poder hablar con los
asistentes después de cada bolo. “Vale
que tenemos cierta prominencia respecto a ellos en algún aspecto del arte, pero
en todo lo demás somos iguales, somos personas; me interesa mucho lo que
piensen los que pagan por vernos, hablar con ellos”.
Hoy eso es
imposible: el acceso a la banda más grandilocuente del panorama musical. Pero
los cuatro siguen saliendo de copas cuando están de giras. Juntos. En grupo.
Como amigos del colegio. Con sus achaques, alopecias o sobrepesos, son una
banda de colegas. Y en sus canciones de hoy, como en las de entonces, y en las
de siempre, siempre hay un hueco para apreciar la aportación instrumental de
cada uno.
Aunque no nos
engañemos. El sonido U2 es las
palabras cantadas de Bono y el carillón a la púa de The Edge, que
en vivo alcanzan cotas de virtuosismo muy similares a las del estudio. Una
responsabilidad que es de ambos, del liderazgo innato de uno —”Bono no era el mejor cantante… pero tenía
‘algo’ y eso era lo que buscaba cuando puse el anuncio en el tablón del instituto”,
ha contado alguna vez Larry-- y de
la habilidad para generar timbres del otro. De generarlos y de
teletransportarlos al escenario, un ejercicio que, efectivamente, exige haber
seleccionado muy bien cada pócima. Y volvemos, pues, a eso tan etéreo que es la
canción como obra completa.
Sonido y
mensaje. Ser veinteañero en los primeros 80 era vivir en un continuo invierno
gris y plomizo, un clima heredado de la generación anterior, lleno de espías,
desconfianza y bloques enfrentados. En Irlanda, además, los bloques eran de
hormigón y volaban hacia las cabezas de los habitantes del barrio vecino, que
respondían a tiros ensangrentados de domingo inútil para rezar a un mismo dios.
Protestantes y protestas, gases lacrimogenos y lágrimas absurdas sin ganadores
a la vista y con perdedores de nombre y apellido. U2 dio voz a todo aquello. Y lo tradujo a pentagramas militantes
del hartazgo y la esperanza. Mensaje y sonido.
Un estudioso de
la guitarra eléctrica puede
identificar a cualquiera de los grandes a la primera. Pero hay muy pocos guitarristas reconocibles para la gran
masa. Uno de ellos es este irlandés nacido en Londres de ademanes tímidos, voz
nasal y ojillos brillantes ante una seis cuerdas. Poner sus habilidades al
servicio de la colectividad del grupo en cada obra no le ha impedido
desarrollar su propia personalidad sonora. Manejar registros en cuanta Gibson han conocido las yemas de sus
dedos, en todas las Fender que ha
colgado a su hombro, en cada Rickenbacker
o Gretsch que ha podido acariciar,
haber profesionalizado su habilidad a los mandos del tono, el volumen y el trémolo, tener una colección infinita
de pedales, cables y roscas de distorsión,
manejar tantos registros, fiel siempre al mismo amplificador, un Vox AC-30 Top Booster del 1964 con los
altavoces remendados y desportillado después de tanto tumbo, no lo han desviado nunca de un camino.
Y seco o con eco, limpio o sucio, punteado o rasgado, la guitarra de The Edge camina siempre en su zigzag.
“Al principio, queríamos ganarnos el pan y
las pintas haciendo versiones, pero qué demonios, éramos tan malos que
decidimos hacer nuestro propio material… Para cuando quisimos darnos cuenta,
habíamos desarrollado nuestro propio estilo ¡y funcionaba!”
Así lo cuenta
el virtuoso guitarrista de U2,
pecando probablemente de modestia condescendiente consigo mismo y sus colegas.
Estuvieron en el lugar preciso en el momento adecuado, en la Nueva York capital
del planeta que en los 80 marcó el
cambio de era, entregándose a la televisión y a la cultura de masas. Sembraron
en esa pequeña gira lo que unos años después recogerían, un reinado en el pop-rock que abarca ya tres décadas
largas en las que, tras enterrar el punk,
han sobrevivido a los nuevos románticos
y han asistido a la decrepitud del heavy,
vieron el nacer, la gloria y la evanescencia del grunge, y han dado fe de las evoluciones del rap en hip-hop y r’n’b…
Es 9 de marzo
de 1987 y millones de copias de ‘The
Joshua Tree’ pueblan las tiendas de discos de todo el planeta. U2 planta su bandera blanca en cada
territorio que pisa.
Son las
guitarras del chico callado en una esquina del escenario las que han vestido
las melodías rebeldes y reivindicativas de los inicios, y luego las que han
armado esta conquista del mundo por el cuarteto irlandés. Y de su mano, Clayton, Mullen y Bono dieron un
salto mortal hacia el vacío inexplorado del pop electrónico al otro lado de la mesa de mezclas de Brian Eno, ese productor experto en
trilogías berlinesas -en este caso, ‘Achtung
Baby’, 1991, ‘Zooropa’, 1993, y ‘Pop’, 1997-. Y fueron sus púas las que
trazaron la banda sonora de la ‘road movie’ que protagonizaron en los 2000,
sosteniendo con unos riffs efectivos
y efectistas los tropezones compositivos de un sendero repleto de altibajos.
Finalmente, las
cuerdas y trastes debajo de sus dedos han hallado la calma, de nuevo, cuando
los cuatro amiguetes han vuelto al barrio y han respirado los mismos aires de
aquellos primeros 80, de aquellas calles húmedas de cerveza negra, grafitis
políticos y carreras delante de los botes de humo y las pelotas de goma.
Tampoco le da
importancia The Edge al sostén
sonoro que en todo ese periplo le ha dado al combo. Así explica el secreto de
su timbre característico, basado en la repetición de la misma nota con dos
cuerdas distintas, elegidas, además, de entre las cuatro primeras, las más
agudas.
“Me interesa ese juego de hacer que mis
instrumentos suenen como una doce cuerdas. Como un suave ring-ring. Hago así
los acordes por una cuestión de gusto personal… y oye, de repente, un día,
descubrí que había desarrollado un sonido particular, que ése era yo con una
guitarra al hombro”.
Siempre ha
demostrado The Edge un interés
extremo en investigar sonidos y arreglos, en adentrarse por diferentes caminos
de la tecnología digital para enriquecer su conocimiento y perfeccionar sus
interpretaciones. Curiosamente, su sonido nunca se resiente ni deja de ser
reconocible. “Las notas me resultan
caras, cansadas, por decirlo de algún modo. Me interesa más qué puedo hacer con
ellas que poner muchas”.
El mínimalismo
sonoro de su timbre es producto del poco aprecio que tenía Evans por el sonido sucio de las cuerdas quinta y sexta de su
primigenia Gibson Explorer. Este
instrumento lo acompañó como guitarra casi exclusiva en el primer disco ('Boy’, 1980) y hasta la mitad de las
sesiones del segundo ('October’,
1981). Hoy, es capaz de llevar consigo en los tours una cincuentena de piezas
diferentes. Y todo, para poder utilizar en cada show de 15 a 20 guitarras
distintas enchufados a una decena de amplis. “Siempre quiero más, inventar cosas nuevas, no conformarme, llegar al
sonido más adecuado para lo que quiero darle a cada canción”.
Aquella Explorer había sido adquirida
precisamente en Nueva York, en un viaje adolescente de The Edge con sus padres, cuando aún era sólo Dave, un chaval de nariz afilada y ojillos vivarachos, el hermano
pequeño de Dick, con quien competía
a la guitarra y al piano en casa. El ejemplar, de segunda mano, le costó a los
viejos unos 450 dólares de los años 70, un buen dinero, “pero el instrumento lo
merecía, me encantó desde que lo tomé entre mis manos, con esos agudos…”. Esa
pieza, una reedición del 76 de la Explorer
original del 58, fue la compañera de The
Edge en los primeros pasos del grupo cuando,
bajo las denominaciones de Feedback
o The Hype, todos se reunían en la cocina de Larry para componer estribillos y aporrear estrofas.
Fue una santa
casualidad la que los había reunido. No es sólo que congeniaran desde el
principio tras responder a la nota colgada por Mullen en el tablón de anuncios del colegio. Sino que además tenían
intereses comunes, sentimientos religiosos compartidos, edades similares y
personalidades complementarias. Todo eso ayudó a que cada uno asumiera su papel
y a que las letras y melodías de Bono,
pespunteadas con la maestría rítmica de Mullen
y Clayton, se escenificaran
revestidas de los ropajes atmosféricos de The
Edge.
Eso y que los
cuatro irlandeses se empeñaron en montar su carillón sonoro en el sitio
adecuado, el centro del mundo. Y que lo hicieron en el momento justo, cuando el
cráter que abrieron los balazos de Chapman
matando al viejo mesías daba paso a una nueva era. Llamaron al timbre de una
generación harta de las guerras frías de sus mayores, ansiosa por canalizar su
rebeldía en positivo. Y la gente acudió a la plaza.