El blues es el flamenco en inglés
por Alberto D. Prieto
Arranques, temblores, éxtasis, solos alocados sin
final previsto a la tragedia, respeto entre la voz y los instrumentos, gritos,
y hasta la estructura de lo cantado.
Cuando lo que tocaba era la artritis, quien toca
es Walter Trout.
El miércoles 7 de noviembre, en la sala Mon de
Madrid, se subió al tablao un quejío de New Jersey, con 67 castañazos a
cuestas, manos temblorosas, tripa hinchada, pelo ralo y mirada perdida.
Como esos tipos a los que tomas cariño porque se te acercan con olor rancio y
dolor largo a dar conversación, entre calmada y descarriada, cada domingo de un
verano atardeciendo mientras apuras la cerveza. Escuchas, qué remedio el primer
día y qué interesante desde entonces. No en lo que dice, sino en lo dicho se
esconde una verdad. Cuenta tragedias con calma, las describe descarnadas
pero no se lamenta, es lo que hay, chico, estas cicatrices, las arrugas
profundas y cómo apesto a lo vivido que llevo encima son mi legado.
El blues es desamor, como nuestras palmas no son de
gloria y sí de dolor. A los mandos de la Stratocaster del 73 clonada y
en doble correa al hombro, un chaleco ancho y unos vaqueros con triple doblez,
Trout le canta al llanto, a lo ni siquiera perdido, a lo que se va a perder. Y
se le pide desde el patio también que llore a la guitarra, la Strato vieja
color crema y algo desportillada.
Me, My Guitars And The Blues lo
definió todo en la fría noche de un Madrid lluvioso de otoño. La tercera pieza
de la noche, nueva en el repertorio de este dinosaurio americano que ni
siquiera llenó el Mon de gente, pero si de emoción, ocho años después de su
última visita a España, pareció un canto a la vida que se le quiso escapar hace
unos años, con aquella hepatitis cabrona, y que ha vuelto para llenar de
melodías por turnos entre él y su seis cuerdas.
Pero cantar a la vida en un bluesman es llorar
abrazado a un mástil y una pala, gritar a las cuatro esquinas que hay un modo
de conjurar los males, dándoselo todo a la concurrencia, más allá de que
hubiera nada más que algo más de dos cientos o tres de frikies
encervezados asistiendo al enésimo velatorio de Trout contra la desazón.
¡Que no! Que el blues es el rito y la ceremonia, que se inventó para esto, para
que chillara la guitarra entre pedales y temblores. Que hemos venido a
pasarlo juntos. Que si las penas con pan son menos, con blues son de todos.
En la segunda fila, este escribiente entendió una
vez más que igual que en el flamenco, en el blues no hay nada gratis.
Trout contó su historia pasada la sexta pieza, o así. Pero lo hizo como el que
exhibe su cicatriz, para introducir un pack de temas que explicaban, mejor que
lo que yo aquí les cuente, lo que es que una leyenda de esto pierda todos
menos la vida. Es decir, lo peor: la capacidad de hacer música tecleando
los trastes y rasgando la púa.
Almost Gone abrió, con un toque
country de fondo en los coros y la armónica, la serie de composiciones que
siguieron a un año entero gastado en ocho horas diarias para reaprender a
tocar la vieja Strato. Y tras ella, una serie imparable de todos los palos
del blues: del rock al heavy, pasando por las baladas sentidas y el coreo de la
concurrencia a petición del protagonista.
Si ya es difícil ser un genio, Trout lo ha sido dos
veces, y literalmente. Primero en Canned Heat y en los Bluesbrakers de
John Mayall; luego en solitario con el andamiaje de su banda: Michael
Leisure a la batería, Teddy Andreadis a los teclados y la armónica y
el bajo grueso del enorme Johnny Griparic.
Arranques, temblores y éxtasis abajo; solos alocados
sin final arriba en las tablas; respeto recíproco entre la afición y el
artista; gritos y quejíos. La lección de 120 minutos que dio Trout este
miércoles en Madrid merece una placa en el infierno al que no fue.
Que se esperen.