Harrison, círculo (in)completo de la vida
por Alberto D. Prieto
George Harrison, sin duda, pertenece al mundo inmaterial del
alma. Su presencia durante 58 años largos en esa forma mortal en la que lo
conocimos no pudo ser su aspecto más perfeccionado, al menos no para él, porque
nunca alcanzó la perfección que buscaba. O eso creyó siempre. O eso nos mostró.
Harrison fue un constante
insatisfecho, su encarnación beatle, solista y humana guardaba aspectos de un
ser pulido y dueño del secreto de muchas de las melodías más perfectas del rock, además de ser el compañero
preferido de innumerables aspirantes al
star system, que junto a él, o con él como palanca -humana, musical o
ambas- alcanzaron el nirvana de las portadas, las grupies y los billetes.
Pero con
todo y con eso, George Harrison,
solitario y nunca solista, vivió una constante contradicción entre lo que
sentía y lo que hacía sentir. Por dentro, él se sabía -acertadamente o no, eso
sólo lo conocen los dioses- imperfecto, incompleto. Y pedía melancólico en sus
canciones amor, paz en la tierra, valores absolutos que cerraran su círculo.
Hacia fuera, cada incursión de Harrison
venía siempre con un sello inconfundible; fuera popera, rockera, bluesera o incomprensible, nunca se
traicionó a sí mismo, y las seis cuerdas de su enorme Gretsch -o las 26 de su sitar-
eran el pentagrama sonoro eterno sobre el que dibujar el círculo completo del
nuevo pellizco que le había dado al alma.
Harrison, George.
Beatle, amigo. Traicionado,
mujeriego improbable. Sonrisa al bies, mirada a través. Si su guitarra lloraba,
su voz gemía, y si no, la viceversa. Incluso en los días felices, le faltaron
brazos para calmar todos los arpegios
y convertirlos en acordes.
Como
heredar un apellido famoso te abre unas puertas y te cierra otras, del mismo
modo, ser un beatle te introduce en
el Olimpo de la gloria pero te
oscurece como individuo. Incluso como músico. A toda esa inmensa suerte esquiva
le añadió George Harrison un empeño
verdaderamente pertinaz en ser quien era, un tipo que escondía su necesidad
vital de apoyar su corazón en compañía bajo el disfraz de una estética mística
de alma solitaria de puertas afuera. Cruzar el umbral de Harrison era un riesgo que ni él mismo cometía. Hasta que claudicó,
se adentró en sus riffs interiores y
eclosionó un músico lleno de armonías
para inventar, que rezumó creatividad y exudó verdad por cada poro de sus
guitarras. Seis, doce cuerdas o las 18 o 26 del sitar, acústico en las
maquetas, eléctrico en el estudio y ecléctico en sus aventuras, no hay canción
de amor a una mujer como While my
Guitar Gently Weeps ni, en verdad, hay mejor versión que la que grabó él
solo, sentado en el duro suelo de su mansión de Friar Park, por mucho que luego la perfeccionaran sus geniales
compañeros y la sublimara Clapton en
su forma comercial definitiva. Quizá porque por entonces el amigo del alma ya
trazaba el plan para arrebatarle a la bella Patty Boid y, en prenda, le quiso dejar su egoísta ejecutoria a mano lenta del intercambio de parejas.
Escondido
tras los bellos trémolos y puentes de las enormes palas de sus viejas Gretsch de los 50 de las Rickenbacker que le entregaban a
pedido, aprovechando sus hermosos golpeadores para dejar salir la ansiedad, Harrison creció al ostracismo que McCartney y Lennon lo incubaban, aprendiendo a mostrar sólo las esquirlas más
perfeccionadas de su constante inconstancia. Con su mirada huidiza supo ir
tomando de la Gibson ES 355 de Chuck Berry y de la Epiphone de Chet Atkins la técnica, de las Les
Paul de Townshend la
experimentación, de la Strato de Clapton el ansia de gloria, de la Martin Dreadnought de Dylan la profundidad... y sin embargo,
de ninguno tomó la inspiración. Quizá fue la influencia hindú, que visitió ya desde 1965,
quizá su interés por la integración de las armonías
sinfónicas y el eco, y sin duda
hubo parte del perfecto empaste de su
voz con el sonido que sacaba de los Vox
enchufados a sus guitarras... todo
eso, lo que fuera, conformó un estilo no sólo propio, sino inimitable,
inalcanzable, presente en cada compás
que le dejaban marcar en los Beatles
o que fijó él mismo en su carrera posterior.
Aún con el
cadáver beatle caliente, el All things must pass (1970) resulta
una orgía suave de ukeleles, wah-wahs y guitarras gimiendo, una
explosión emocional de melancolía en espiral, absoluta, orgullosa. Creativa. Un
disco doble, que apabulla y desnuda la culpa de la pareja de baile que lideraba
la banda de los cuatro fabulosos por haber mantenido, para su mayor gloria, a
esa perla compositiva en un ostracismo injusto y contraproducente. Harrison parió su mejor obra hasta el
momento, todo piezas de gestación previa al divorcio de la banda mas famosa de
todos los tiempos, todas ellas perfectamente capaces de completar uno de los
mejores discos de los Beatles. Así,
con perlas como Isn't it a Pity o Art of Dying demostró que para liberar
el acúmulo de genio ya de hacía años bastaba con acariciarle un poco de cariño,
y con el primer triple elepé de la
historia del rock alcanzó el número uno de las listas americana y
británica antes que cualquiera de
sus tres ex compañeros, y se demostró lo que él ya sospechaba de sí mismo:
completado con Phil Spector, Klaus Voormann o Bob Dylan, en compañía, su incomplitud podía tornarse en una
capacidad de composición comparable a la del mejor acompañante.
Casi
siempre, George había ido comprando
guitarras como la que tenía previamente Lennon.
Al iniciar su carrera en solitario, el artista multidisciplinar (músico,
productor, instrumentista, promotor cinematográfico) y el hombre multifacético
(religioso, benefactor, negociante, drogadicto) dio vuelo a sus intereses, y a
cada paso se alejaba más del interés por el show business; sus trabajos discográficos incluían más
experimentación y musicalidad, menos concesiones a lo comercial. Por supuesto,
la inmensa fortuna acumulada y los royalties
recurrentes le permitieron este viaje eterno a las profundidades de su alma y
sólo de vez en cuando algún proyecto lo sacaba de la elegida melancolía
melódica en que se había convertido su paseo lluvioso bajo el sombrero de la
vida.
De hecho, cuando
en el año 82 se juntó con amigos
para hacer de una fiesta en el estudio un disco fresco y divertido, el estacazo
en la lista de ventas le recordó que ése no era su personaje. El Gone Troppo, que llegaba sólo un año
después del bastante exitoso Somewhere
in England únicamente llegó al puesto
108 en las listas americanas y ni entró en las inglesas. Más allá de que
guardara entre sus surcos de vinilo bromas sonoras de gran mérito como I Really Love You, (auto)homenajes
escondidos como Mystical one y
glorias como Circles... puramente Doble blanco.
En
adelante, el adorador del ukelele,
del sitar y de Krishna se retiró de la música y sólo la visitó por placer. Como si
durante toda su vida musical, George
Harrison hubiera comprendido la necesidad de completarse con los cuatro
brazos y las cuatro cabezas de Vishnu,
creador del mundo y primero en el camino de la reencarnación hacia la
perfección, sus incursiones entre cables y guitarras se limitaron a meditar
sobre la trascendencia de los tiempos pasados con los 'Fab Four' en varios cortes del Cloud nine, su último álbum de éxito, o a trabajar de la mano de
otros cuatro amiguetes, Tom Petty, Jeff Lyne, Bob Dylan y Roy Orbison en el incompleto proyecto
de los Travelling Willburys.
Queda el
consuelo de pensar que, pese a lo que él siempre sintió, su muerte en 2001 fuera la del ser completo en su
último avatar. Y de que asistimos a 58 años largos de una herencia de
perfección de la que extraer enseñanzas. Porque la atracción irresistible de su
virtud deificando la guitarra, que completó a tanto genio, así lo sugiere.
Aunque sólo los dioses saben.