Knopfler, El Bardo

por Alberto D. Prieto

Acto I

En la inspiradora Londres, donde ponemos nuestra escena, Una cinta de tenista sobre la frente, camisetas sin mangas y con sisa, y una muñequera apoyada sobre la esquina de la Strato. Pantalones de tela remangados al tobillo, son los 80. En la escena, de fondo se ve, claro, a Mark Knopfler aullando el 'Walk of life' ante decenas de miles. Pulsando las cuerdas con tres dedos, el guitarrista de Dire Straits será líder de los suyos y alma de la década.
 

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Los Straits llegaron tarde a esto. Aunque eso fue una suerte. Mark Knopfler ya rondaba los 30 cuando aún seguía reuniendo libras una a una para malpagarse maquetas, pero eso debía de estar escrito. Mientras todo el Reino Unido se sumía en una grave crisis económica y las calles reaccionaban a pedradas (de las de verdad y de las que el punk traducía en pentagramas garabateados), estos chicos bajaban desde Glasgow con una propuesta luminosa. Algo que no iba a funcionar. No a menos que los proponentes fueran gente madura, segura de su misión. La de, a contracorriente, guiar a la música de masas desde la desazón y la rebeldía hacia la fiesta hedonista que fueron los años ochenta. Y hacerlo con el pulso firme, contando historias a lomos de una guitarra prodigiosa a cuyos mandos había un escocés de poca voz y mucho mando.
 



Como en toda buena literatura de tradición británica, siempre hay una inflexión casual de la historia. Para un tipo destinado a ser músico, figura de la guitarra eléctrica de su década, hacía falta que sus caminos lo llevaran a Hendrix. Así, que cuando el 18 de septiembre de 1970 terminó la crónica, aquel joven periodista, con 21 recién cumplidos, decidió dejar el oficio, con la motivación vacía ya, y tomar un camino nuevo, ése en el que lo único recto son las seis cuerdas del puente a la clavija. Después de contar la muerte del más grande a los lectores del 'Yorkshire Evening Post' de Leeds, todo estaba hecho ya en el mundo del tabloide. Que hablen otros, yo tengo otros problemas de los que ocuparme. Graves problemas. Como, por ejemplo, saber si de esto podré vivir o tendré que mantener mi línea de flotación currando de profe de lengua...
 

Mark Knopfler
es todo menos un maldito. Su historia es la de un tipo que siempre avanzó tomando el camino contrario. Nació en Escocia, lo que para ningún escocés es un estigma, por mucho que otros traten de verlo así. Fue un 12 de agosto de 1949, justo a tiempo de no ser un chico de posguerra, como sí lo fueron otros tantos de los grandes de la guitarra del siglo XX, sus ejemplos. Pese a que papá era un judío comunista huido de Hungría, la vida de los Knopfler nunca se rigió por esos parámetros. Su infancia y adolescencia no se desarrollaron en un ambiente desarraigado ni con un padre ausente por la II Guerra Mundial. De hecho, la primera caja de madera con seis cuerdas, una Hofner Super Solid, se la compró papá a los 15 años... Nada, que ni siquiera la rebeldía del edipo que mata al padre. La trama no fue por ahí.
 

Tampoco sufrió graves apuros el joven Knopfler hasta que, ya universitario licenciado en filología inglesa, optó por vivir en privaciones. Fue cuando dejó Leeds (y a su primera mujer), para marchar a Londres en busca de una banda con la que sí pasar graves apuros corriendo de café a café y entre humo de garitos a cambio de unas libras por aporrear la guitarra.
 

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Acto II

Ahora un antiguo Deseo yace en un lecho de sueños. Y si hay hambre es cosa de un talento aún no muy desarrollado. Y sólo la hay hasta que hay un empleo. Uno normal, de clase media: efectivamente, dando clase a chavales en una escuela elemental de Essex. En las paredes de los cafés cercanos a ese Loughton College anidará el embrión de Dire Straits.
 

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El nombre del grupo fue rápidamente un recuerdo del pasado, pues fue tomarlo, reunir 200 billetes verdes con la cara de la reina, grabar una maqueta en los Pathway Studios de Londres y salir de las tribulaciones. No fue la música la que le introdujo en una vida de crápula, al contrario, fue su bálsamo.
 

No es Knopfler músico al uso, pues tampoco cedió nunca al marketing. Al contrario que sus coetáneos y sucesores, cuanto más famoso y reconocido era, menos comercial fue su siguiente trabajo. Si los años ochenta fueron un grave momento de zozobra en la música de masas, él y sus Dire Straits ejercieron de luz en la oscuridad, hallando el punto exacto entre los nuevos gustos de la plebe, más básicos y estandarizados, y el virtuosismo que se le supone a la corte en el poder. Y no alargaron su gloria arrastrando los armiños por el barro del descrédito. En cuanto Mark notó que los vítores de sus vasallos se correspondían más con el agradecimiento a campañas pasadas que con la verdadera enjundia del último 'se hace saber', disolvió a sus huestes, bajó del trono y cedió el cetro en silencio. Sigo por mi cuenta, aquí todo está hecho.
 

Su camino a la gloria tampoco había sido el de un meritorio. Esa maqueta que los sacó de pobres contenía un mapa del tesoro en que se convertiría su carrera: junto a la pieza de su hermano David  'Sacred Loving', los colegas John Illsley y Pick Withers le hicieron a Mark los honores de interpretar 'Wild West End', 'Down to the Waterline' y 'Water of Love'. Pero sobre todo, una composición que, antes de ser labrada en surcos de vinilo, ya era un hit histórico: 'Sultans of Swing'. La muestra fehaciente de que en Knopfler había un auténtico bardo, un contador de historias, que dominaba el medio. Presentarte con esas bazas ante cualquier DJ o ejecutivo de una disquera ponía fácil acabar la jugada del triunfo. A los cuatro días solamente, ya estaban sonando en la BBC y se los rifaban las compañías.
 

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Acto III

Londres. Un club. Suena incesante la maqueta que los Straits. Entran Mark, David, Pick y John. Triunfantes. Han llegado al negocio ya con una edad. Mark suma 28 velas, un divorcio, varias mudanzas de ciudad, de vida y de trabajo, y, por fin, el sueño cumplido.
 

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No dejaría que se escapara, así que reveló su parte más exigente y perfeccionista, hizo que el dinero de los primeros buenos bolos se reinvirtiera en mejorar el equipo de sonido del grupo, le dio forma a las composiciones y cuando en otoño eran los sultanes de los mejores clubes de Londres, el ya indiscutido líder, Mark Knopfler, estaba del todo seguro de que triunfarían. Sólo hacía falta perseverar y apuntalar 'ese' sonido que los caracterizaría: melodías de base instrumental; elementos rítmicos del funk en el bajo de Illsley; unos punteos acariciados sobre la Strato roja del 62, la chica de los sueños de Mark, tratada suave como a una acústica española, pulsando las cuerdas con el pulgar, el índice y, sobre todo, el corazón; el sonido extraño de una National de caja metálica del 38, o el slide sugerido sobre la Telecaster Thinline del 69...
 



En diciembre de ese año, 1977, ya estaban firmando por Vertigo; en enero del 78, teloneando a los Talking Heads; y en marzo, en el estudio para llevar al vinilo todas las piezas de aquella mágica maqueta de meses atrás... todas menos la de David, ese 'Sacred Loving' que se quedó para siempre en un cajón.
 

La sucesión de estudio, álbum, gira, breve descanso y de nuevo al estudio fue la tónica, con éxito creciente por toda Europa, Australia, Japón y Estados Unidos, durante los primeros cinco años. En esa época, Mark siguió su camino a las riendas de la marca Dire Straits, sin preocuparse de las salidas de un hastiado Pick y de su decepcionado hermano, David, harto de no pinchar ni cortar nada en su combo. Recuerda, Mark, que te invitamos a entrar porque necesitábamos un cantante, y ahora te has hecho el amo, que no has inventado nada y ahora no nos dejas expresarnos, que esa guitarra de metal suena muy bonita, pero la historia de 'Romeo y Julieta' ya estaba escrita. Que me tienes harto, que quiero poder aportar más que la rítmica de fondo para que tú te luzcas, lo entiendes, ¿no? Así que, oye, escúchame... oye, ¿Mark? ¿estás ahí?
 

Después de cuatro álbumes relampagueantes, tocó tomar resuello. En ese receso, Vertigo publicó un doble en directo que, como todos los elepés anteriores, aparentaba ser la mejor elección de las posibles en ese momento. Un libreto interpretado al detalle. Reunía espectaculares interpretaciones, una producción cuidada y una edición prodigiosa, cuya portada reflejaba perfectamente lo que es la música que Knopfler componía para los Dire Straits: un medio camino entre lo figurativo y lo abstratcto, un ensueño inolvidable pese a no amoldarse a los cánones estándar. Un camino propio. Tanto impactó el 'Alchemy' (1984) que significó la apertura de un nuevo nicho de mercado para las discográficas.
 

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Acto IV

Air Studios, Isla de Montserrat. Noviembre de 1984 El descanso ha servido para la toma definitiva de carrerilla para la obra cumbre. Brothers in arms (1985) se ha compuesto en la alquimia gloriosa de una receta con cada ingrediente en su dosis exacta.
 

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El nuevo álbum se hizo con una buena base de pop ochentero (bajos poderosos, sintetizadores en su medida, algunos ecos, saxofones y muchos juegos de distorsiones en las guitarras, pero siempre rebajados); tenía un pellizco del tono sinfónico de trabajos pasados (no había prisa en expresar la melodía principal, las baterías eran complejas...); por supuesto, se percibía el aroma de los cada vez más presentes brotes de country folk (un juego de slide sobre las cuerdas de la Strato, el recurso de la caja metálica...); y, finalmente, la grandilocuencia necesaria para demostrar que sí, que cuentas con que de ti se espera, precisamente ahora, que publiques el mejor disco de la década. O uno que merezca ese tratamiento. Chicos, ahí lo lleváis. Sé que es bueno, yo tampoco he escuchado nada así antes. Agradecemos los aplausos.
 

Era una obra cumbre, el cenit de un grupo desagregado, cuyos miembros, cambiantes, estaban ocultos bajo el enorme peso del nombre y la omnipresencia del líder. La maestría de Knopfler con la guitarra, su especial técnica que lo dotaba de un sonido reconocible a la legua --incluso cuando tocaba sin ellos en sus bandas sonoras o en sus colaboraciones infieles con gentes tan dispares como Tina Turner o Bob Dylan--, su autoría en todas y cada una de las composiciones, su más que imperfecta voz... El tiempo ha demostrado que Mark no es infalible, que no siempre da a luz obras maestras y que no todo lo que hace se vende como rosquillas. Así que el secreto no era sólo él. También la llegada de los 90 demostró que la clave no era editar un disco bajo el nombre de Dire Straits. 'On every Street' (1991), cuyo apoyo comercial por parte de la casa lo sostuvo en las listas muy por encima de su mérito comparativo con cualquier trabajo anterior del grupo, dejó a las claras que la fórmula perfecta se agotó en la marmita de mediados de los 80 y que, había sido cierto lo intuido en ese lustro de ausencia del grupo, no merecía la pena seguir por ahí.
 

Vieja gloria lo llamaron, reunión comercial para sanear las cuentas, trampantojo musical de un tipo que se ampara bajo el nombre de su grupo cuando las ideas no brotan y las deudas germinan. La crítica fue más ácida de lo merecido, Mark se retiró a criar enanos al amor del hogar, mojó la garganta en escocés y optó, definitivamente, por no rebelarse ante los ventajistas. Comprendió la parte de razón que había en lo publicado y decidió reunirse con sus raíces. Las personales, las familiares y las musicales.
 

Inició una nueva carrera, la del músico que disfruta del público y lo sonríe, porque lo ve ahí enfrente, en el garito, otra vez el garito. Sin prisa, invitando a la silla contigua a sus héroes: J.J. Cale, Chet Atkins... se entregó del todo a demostrar que su sospecha sugerida en cada surco de vinilo en los 80 se revelaba cierta en los compactos 90 y los digitales 2000: que el folk de las islas y el country americano, superpuestos, comparten muchas partituras. Y que él sabe, mejor que nadie, crear la atmósfera nebulosa de esas transparencias. Acariciando cuerdas, haciendo su camino algo a la contra, como siempre. Junto a la chica de sus sueños.
 

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Y se fue de allí, de los grandes escenarios, a contar sus tristes cosas. Aunque su tono melancólico nunca hallará una historia más a propósito que aquella de 'Romeo y Julieta', la que un profesor de lengua, un día, se atrevió a compartir con el maestro de las letras, y a puntear su melodía sobre una bellísima guitarra metálica.



Mutis y Telón
 


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