Jeff Beck, uno de los nuestros

por Alberto D. Prieto

Dicen que el Ejército es una sociedad dentro de la sociedad, un Estado dentro del Estado. Si a la comunidad de guitarristas se le puede aplicar un símil es éste. Es un pueblo donde todos se conocen y, antes o después, te cruzas. En el bar, en el mercado, en el escenario. Jeff Beck forma parte de la élite social, de la 'nomenklatura'. Siendo una especie de maldito, es uno de los nuestros, y probablemente de los de más mérito.  

Habrá quién piense, y no sin razón, que ha desaprovechado sus dedos prodigiosos, y su mente prolífica, y es indudable que su cuenta corriente presenta un estado infinitamente más escuálido de lo que su arte predecía y merece. Pero eso es precisamente lo que lo hace poderoso. Nadie podrá acusar a Beck de tener interés en esta vida más allá de las seis cuerdas y el ampli. Empeñado en perfeccionar sus cualidades, nunca rehuyó un desafío. Obsesionado con averiguar hasta dónde podía llegar, siguió su camino a lomos de la Stratocaster y destiló de ella sonidos inimaginados, le puso objetivos inalcanzables. Y los superó.
 



Unos crían fama y otros cardan la lana. Y Beck desmadeja un ovillo propio alejado de modas o cercano a ellas, sólo en función de sus intereses. Y se sube al carro del techno en los 80 es para demostrarse capaz de hallar los pentagramas que comparte con el heavy, y si pide escobillas de jazz a su espalda, como en el 'Emotion and conmotion', es porque sabe dónde está el punto en que su guitarra las haga sonar a invitadas de honor en una sesión de rock a la orilla de una chimenea. Y de su crepitar.
 

Y eso es así porque desde muy joven ya se demostró a sí mismo y al mundo como domador del mejor blues salvaje. En su puridad, cedió la vez, entornó los ojos pequeños y se lió el pañuelo en la frente. Que pase el siguiente a exprimir esto, que tengo más cosas que hacer.
 

Nacido en Wallington, a las afueras de Londres, dentro de los bluesmen, si hay uno verdaderamente británico ése es Jeff Beck. Con todo lo que eso tiene de maldito humor negro, de sempiterna llegada pronta o tardía a los sitios, nunca cuando apuntan los focos de la gloria masiva. Esa localidad del gran Londres, cuyo nombre significa en anglosajón primitivo 'tierra de británicos' selló el lacre al destino errante de Beck, quién a lomos de su cuerpo y su mástil montó muchas veces el tenderete de su arte antes de que el pueblo estuviera preparado para la feria o cuando los mozos ya habían satisfecho sus ansias y las glorias con flashes y titulares ya recogían los bártulos entre bambalinas, camino de otro hito en su camino.
 

Jeff Beck, 
quinto mejor guitarrista de todos los tiempos según la biblia-lista de la revista 'Rolling Stone' ha pagado un precio por su pureza y su determinación. Su nombre está en la nómina del trío de ases que alguna vez lideró los Yardbirds, junto al de Clapton y al de Page, y nadie le discute que sus dedos locos sacan de una caja de madera cordada sonidos imposibles para nadie más que se apoye sólo en un wahwah. Pero él se fumó un puro en el 66, colgó la Fender Squire y, cuando el tren ya rondaba la estación de la gloria, se bajó en marcha.
 

Todos quieren tocar con él, y manejando su Stratocaster 'signature', la Gibson Les Paul o la Telecaster, ha acompañado en los surcos del vinilo y de la carretera a otros grandes del negocio que, sembrando tanto como él a la crítica, sí fueron sabiendo cómo cosechar a la vez toneladas de fans y grupies con monederos dispuestos a entregar sus frutos.
 

Sobre sus trastes pulsados hacia ninguna parte han volado desde Rod Stewart a Mick Jagger, y a su lado han pilotado el ya citado Jimmy Page o Ronnie Wood. Esos que llevan siglos vendiendo copias, remasters y ediciones de coleccionista de sus infinitos éxitos, mamaron la leche que rezumó en las diversas formaciones del Jeff Beck Group.
 

Uno de sus puntales comerciales fue el 'Blow by Blow' que le produjo George Martin. De las habilidades del quinto beatle al otro lado del cristal se facturó un trabajo con guitarras blueseras sobre una potente base funky de bajos y percusión. ¿A la moda de ese año 1975? En realidad, nuevamente anticipando lo que estaba por venir en las listas de éxitos, como resultado de una de las mayores habilidades de Jeff Beck: estar atento a lo que viene y zambullirse sin ropa a gobernar la ola.
 



De sus enseñanzas han bebido Joe Satriani y Eddie Van Halen y han recurrido a su sabia base de potencia para asegurar más de una reencarnación demonios de esto como Roger Waters o John Bon Jovi. Todos ellos, e incluso el propio B. B. King, que lo invitó a subir a sus sagradas tablas en 2003, todos ellos, decimos, han gozado infinitamente más que el genio de Beck las mieles de la radiofórmulas machacona y de lo que eso significa en royalties y puertas abiertas a la fama.
 

Todo, con ser reconocido como el hombre que armó de la cuerda uno a la seis los cimientos del heavy metal, viajando en solitario al otro lado del Atlántico, a lo alto de esas cumbres de gritos agudos y ecos escarpados, desde los húmedos campos mecidos por la cálida brisa del delta del blues.
  Cinco dedos, seis cuerdas y un pedal después de Jeff Beck, el rock cobró cuerpo y desarrollo a través de su eterna columna de sonido de Marshalls y Fenders. Y como buen inglés, supo que ésa era su extraña manera de ganar, sin alharacas y con secuelas, dejó la copa sobre la madera treinta veces barnizada, se colocó los cuellos de la chaqueta, pagó lo suyo y salió del club al frío húmedo que hay entre trabajos y reseñas. Pocos cotillean sobre él, pero todos los que va dejando atrás le deben el ambiente que respiran.

El camarero recoge la copa, pasa la gamuza sobre el cerco, guarda los peniques en el bote y le da al play. Sí, el que sale es miembro de nuestro Estado mayor. Desde hace décadas. Suena el 'Beck-Ola'.
 


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