Y la guitarra se hizo carne
Por Alberto D. Prieto
En el principio fue el hombre, medio indio, medio
negro. Y el hombre se hizo riff por cinco dólares, lo que le costó su primera
guitarra; se la compró a un amigo borracho de su padre. Con ella, por primera
vez, se entendió a sí mismo.
Hay una parábola sobre Jimi que cuenta que un día en
el que había dormido poco fue al programa de Dick Cavett, y éste le afeó
en pantalla la interpretación que había hecho unos días antes del himno
americano en Woodstock. Y, como Cristo ante Pilatos, Hendrix dio la vuelta
a esa controversia, a la versión que cada uno se hace de la verdad: lo que el
periodista insinuaba era que el ánimo del artista había sido evocar un ataque
aéreo, para denunciar el belicismo interesado del Gobierno de EEUU ante un
auditorio de millones de militantes en la religión del amor libre y gratuito.
“¿Polémica mi interpretación? Para mí, fue precioso”.
Aquel fue el recital fundacional del flower power, sí,
y Hendrix aquello lo coronó en un juego de distorsiones, zumbidos y sireneos,
de acoples sexuales con los marshalls.
Jimi Hendrix ya era dios por entonces, había dejado
atrás la trinidad de la Experience y le quedaba sólo un año para que
dejara este mundo, de modo que los plumillas y las ondas hertzianas, sin
saberlo, registraban evangelios en directo. Pero todo había empezado en un
bautismo de fuego unos años atrás.
Tres años concretamente. Reclutado por Chas
Chandler, incipiente manager y ex miembro de los Animals, tras
escucharle versionar el ‘Hey Joe’ de Billy Roberts, Jimmy Hendrix había
cruzado el charco, dejando atrás la Duosonic, su curro de back up y el
sobrenombre de Jimmy James, para probar suerte en Inglaterra. Nada más
tomar tierra, fueron juntos a un concierto de los Cream, un trío de
bluseros ad maiorem Dei gloriam. Y
Deus era Clapton.
Hoy sabemos por qué el destino permitió que aquello
pasara, pero esa noche todo resultó muy extraño: a mitad de recital, Hendrix
subió al escenario “para improvisar algo con ese tío, un magnífico guitarrista”,
dijo. Y lo que pasó después fue que a Eric Clapton se le cayeron los brazos y
la púa al suelo. Frente a él y, lo que es peor, frente a su audiencia, había un
tipo haciéndole a la guitarra eléctrica cosas que nunca nadie había visto,
mostrando un nuevo camino.
Ahí fue cuando Hendrix, el zurdo que dormía en el
suelo, ocupó el trono del rey de la mano lenta. Le dio la vuelta a la historia,
como le había dado la vuelta a su recién adquirida Stratocaster para
poder tocarla del otro lado, afinándola a capricho, como todos esos juegos con
los dientes, los pedales y tal. A partir de entonces, Jimmy ya no remitió
más postales tristes a su viejo, desde entonces le escribió de sus éxitos
firmando Jimi, Jimi Hendrix, pronto líder de una banda de tres que en su
honor tomó su nombre para que todos experimentaran su virtud. Primero en las
islas, luego en EEUU y en el mundo entero finalmente.
Con Noel Redding al bajo y Mitch Mitchell a la batería
Hendrix inventó texturas incansablemente, haciendo de su ignorancia en teoría musical una
virtud de experimentación constante hasta hallar la expresión exacta de lo que
sentía. En en Festival de Monterey conquistaron definitivamente el mundo y tras
las giras del ‘Axis: Bold as Love’, Chandler fue descabezado. Hendrix
necesitaba liberar su mensaje dando rienda suelta a una creatividad torrencial,
trufada de reboleras constantes, variaciones sobre variaciones,
insatisfactorias ejecuciones y tomas sobre toma.
Las sesiones del 'Electric Ladyland' fueron un
éxtasis lisérgico de discípulos traidores y traicionados, nuevas
incorporaciones, humo de broncas y de porros, ojos inyectados en sueño y
sangre, cuerdas, amplis, distorsiones, ruidos y redobles, improvisaciones nunca
pensadas, ira sobrevenida, carcajadas y minutadas. Sobre todo minutadas, ya era
hora. Así que lárgate Chas, tú y tus cortes tradicionales de cuatro
minutos, se agradecen los servicios prestados, recoge lo tuyo, mándame la
cuenta, y cierra la puerta al salir. Que no se escape una nota. Que ninguna
sobra. En realidad, me van faltando, que la Strato siempre pide más, porque
sabe lo que yo le puedo dar, que es todo, y tú me quieres constreñir, me
quieres amoldar, me quieres estandarizar. Y no, colega, no. Los gemidos,
los ruidos, los chillidos, me los pide ella, y yo no la puedo traicionar, es mi
misión, compréndelo, gracias Chas, pero lárgate. Lárgate ya.
Y con Chas se fueron los demás.
Llegó Woodstock y aquel 'Star spangled banner',
cuando ya era el líder de la Band of Gypsys, le puso a los
poderosos en guardia y a los propios los epató hasta convertirlos a ellos en
apóstoles del peace and love y a él en el profeta definitivo tras esta
exhibición de coherencia reinterpretando los signos, y los símbolos,
arriesgando en público.
Dicen las escrituras que, con Zappa, él inventó
el uso del wah-wah, que le sacó partido a todas las máquinas, el Fuzz
face, los Uni-Vibe, todos han retratado su imagen con la poderosa Gibson
Flying V, con la que Hendrix dio su última cena en el Festival de la Isla de
Wight. Y hoy asociamos las distorsiones con los colores ácidos, los solos
de guitarra a movimientos oníricos de cámara, hoy las canciones que lo piden se
alargan en directo a base de guitarreo, y en éste no pueden faltar recuerdos de
sirenas y juegos con el ampli y estructuras de jam session y poses alocadas.
Todo ese lenguaje lisérgico lo fundó Hendrix. En sus cuatro ‘evangelios’, tres
con la Experience y el directo de la Band of Gypsys, o en todos
esos decenas y cientos de apócrifos que sucedieron a su muerte.
La Iglesia Eléctrica de Jimi Hendrix está llena
de discos piratas y grabaciones encontradas; reinterpretaciones,
remasterizaciones, teologías varias sobre su música, su mensaje, su
trascendencia. Fundar una nueva religión no es cosa fácil. Exige matar a dios
--al anterior, se entiende--, inspirar a las masas, expandir tus enseñanzas por
el mundo, dejar alguna reliquia para el culto posterior... y morir justo a
tiempo, en la cresta de la ola, cuando la corona está recién ceñida y aún
refulge.
La corona no importa que sea de oro o de espinas, hasta
de flores, como fue el caso. Flores, ácidos y psicodelia. Jimi Hendrix, en poco
más de tres años de vida pública, no dejó de dictar enseñanzas, reunió una
legión de discípulos entregados, multiplicó su alimento musical, convirtió la
lluvia en una bacanal y fundó una nueva fé el día que ofreció su Fender
Stratocaster en sacrificio, quemándola ante sus seguidores en Monterey.