La madurez de un maestro de la guitarra que nos roban demasiado pronto

Por Vicente Mateu

La imagen estereotipada de un James Brown de finales del siglo XX rodeado de bellas y explosivas mujeres ha terminado por eclipsar a los ‘otros’ muchos Prince que hemos conocido. Tras las chorreras estilo Luis XVI de sus coloridas camisas latía un talento creador y provocador que ha dejado una huella visible en la música de las últimas tres décadas. A partir del rhythm & blues, Prince Rogers Nelson ha marcado el camino al funk, al soul, al rock y allá donde se mire. Un artista completo que cantaba, bailaba, actuaba y tocaba todo lo que se le pusiera en las manos; pero que ante todo era un guitarrista excepcional, inmenso, que no se agota ni mucho menos en el irrepetible solo de Purple Rain. Compositor excepcional y virtuoso insultante, su genialidad sólo es comparable a la de un Frank Zappa.

Algo iba mal en los últimos tiempos. Lo que oficialmente era una “gripe” que arrastraba desde hacía semanas se complicó, por ahora de forma inexplicable, y le causó la muerte. Días antes de que se descubriera su cadáver en Paisley Park, su casa-estudio en Chanhassen, Minnesota, su avión tuvo que aterrizar de emergencia para ser atendido en un hospital. Algo se torció porque a pesar de su complicado nacimiento y su frágil apariencia que apenas se alzaba 158 centímetros (5,18 pies), Prince precisamente no figuraba entre los numerosos candidatos a darnos más disgustos en este 2016 asesino de estrellas.

[Curiosidad: La ‘anécdota’ de su interminable nacimiento. Un error médico que le dejó durante prácticamente 24 horas a medio camino en el vientre de su madre abierto por una cesárea, divide a sus biógrafos entre los que la fechan en el 7 de junio de 1958 y los que optan por el 8. Discusión inútil que desgraciadamente dejó de tener sentido el 21 de abril de 2016, muy cerca de donde empezó todo, en su amada Minneapolis]. 

Su muerte no cuadra, además, con alguien que acaba de firmar por fin un jugoso contrato con una gran discográfica, que quiere relanzar su carrera, acaba de grabar su enésimo disco y contrata conciertos por todo el mundo. No encaja incluso a pesar de la dance-party que organizó en su casa en el que sería su último fin de semana. Sólo para amigos y vecinos, anunciada apenas unas horas antes por Twitter, para desmentir los rumores sobre su salud. Para que quedara constancia, Prince invitó a un periodista del Star Tribune de Minnesota, que nos ha dejado el testimonio de aquella noche

Prince quería que se supiera que seguía vivo. Esa era la excusa de una fiesta en la que, realmente, sólo apareció para enseñar su nuevo piano Yamaha y su espectacular nueva guitarra, de la que por ahora sólo sabemos que se la han fabricado en Europa y es de color púrpura metalizado… y que, por desgracia, no llegó a usar en su breve aparición. Toda una joya para coleccionistas. De su otra adquisición al menos nos quedó una foto en su cuenta de Twitter.

Prince
brilló especialmente con la guitarra, como con todos los instrumentos que ya dominaba antes de cumplir los 18 años. Pero era su favorito. Tanto que en los días previos a su muerte la rehuía porque sólo quería tocar el piano, única y exclusivamente, en busca de la perfección para su nuevo show y le “desconcentraba” demasiado.




Hijo de músicos, se bastaba para “producir, componer, arreglar e interpretar” sus primeros discos, dueño y señor del estudio de grabación. Su superioridad rozaba a menudo la prepotencia, el halo de misterio que se fabricó era digno del de Michael Jackson y, sin duda, podrían haber compartido psiquiatra. Prince combatía su debilidad física, además de con unas plataformas de vértigo, arrollando gracias a un talento indiscutible ante el que no quedaba otra cosa que inclinar la cabeza, y a un egocentrismo que acabó por volverse contra él.


Su afán por alcanzar la independencia creativa le llevó a una meritoria y justa batalla contra la industria por la que pagó un precio muy alto. A esas alturas, su condición de superestrella le permitía el lujo de librar su propia guerra sin arruinarse demasiado; Purple Rain se encargaría de llenar la fuente.

Una etapa difícil que, probablemente, fue la causa de sus ‘crisis de identidad’. Además de las cuestiones legales, la ‘desaparición’ de Prince, su metamorfosis en un símbolo, luego ni en eso y, por lo visto, volver a ser él mismo poco antes de morir, quizá alimentó su ego y su leyenda, pero le borró del mapa. Su prestigio seguía intacto, sus apariciones para promocionar a algún bellezón de bonita voz eran un éxito, todavía conservaba el don de convertir en oro todo lo que tocase.

Su música, sin embargo, desapareció para el gran público, despistado con la New Power Generation y demás aventuras que emprendió en la década de los 90. Discos repletos de funk-rock, la mayoría magníficos, que le metieron en el siglo XXI por la puerta de atrás al decidir venderlos sólo a través de su propia página web. Loable pero quizá poco práctico.

Lo que seguramente a alguien como Prince, que se desplazaba a los conciertos en su propio jet, le importaba más bien poco. Para celebrar el nuevo milenio se convirtió en Testigo de Jehová y compuso uno de sus discos más extraños, The Rainbow Children -el 24º de su catálogo oficial-, en el que lo mismo experimenta con el free jazz que se marca un “James Brown” como sólo él era capaz de revivir. Fue en 2001 y, casi lo más importante, de nuevo firmaba con su nombre.


En apenas un par de años, el resucitado Prince conseguía que todo el mundo se enterara de que seguía vivo con Musicology, éxito de ventas y de críticas, nominación a un (otro) Grammy incluida. Había vuelto.


La hiperactividad de Prince invadió literalmente el mercado con un disco tras otro, promocionando no ya a una nueva cantante sino a tres a la vez y, lo más importante, cosechando un puñado de éxitos en la cara de unas discográficas que le vetaban el acceso a los canales de venta.

Prince
, finalmente, cerró el círculo en 2013 al firmar un contrato con su bestia negra, la Warner Bros que le había hecho la vida imposible durante las últimas dos décadas.  Casualmente, coincidía con el 30 aniversario de Purple Rain y la correspondiente reedición especial. Culminaba así una guerra sin vencedor o, mejor dicho, sólo uno, la presunta víctima: la música.

La multinacional dejaba de perder dinero y el artista, por lo visto, seguiría haciendo lo que le diese la gana. Por ejemplo, firmar un discazo como PlectrumElectrum (2014) a las 3rdEyeGirl, sus nuevas protegidas y quitar su nombre de la portada.

Aunque eso no era lo que más preocupaba a la Warner, sino que Prince se había pasado al heavy con sus tres amiguitas. Al heavy funk para ser más exactos, con un despliegue de su técnica con la guitarra que inevitablemente recuerda a Jimi Hendrix por todos lados. Prince, genio hasta el final, volvía a sorprender. PlectrumElectrum es una asignatura obligada en los misterios de una guitarra eléctrica con imagen propia – la Symbol Guitar de Auerswald- y, sobre todo, una voz propia.

Una voz que había alcanzado su madurez, la sabiduría de ver los 60 tacos a la vuelta de la esquina, y que hemos perdido en su momento de máximo esplendor. A Prince siempre se le recordará por las grandes canciones que le metieron en la leyenda hace 30 años; para los lectores de Guitars Exchange es mucho más interesante rebuscar en los últimos diez y descubrir varios ‘monográficos’ dedicados a las seis cuerdas en los que se pueden aprender muchas cosas.

Uno de ellos es el primer CD del triple Lotusflow3r, concebido como una especie de conferencia magistral de la técnica de Prince. Imprescindible.


Prácticamente toda la obra de Prince gira en torno a nuestro instrumento favorito. Desde sus primeros trabajos hasta el último, HitnRun Phase Two (2015), su guitarra siempre acaba por aparecer en el climax de casi todos sus discos. El riff aspero de Bambi en su segundo álbum (1979), homónimo, revela cuáles son las fuentes en las que bebía aquel jovenzuelo dispuesto a comerse el mundo.


Una vida entera después, con la NPG detrás, su muerte cierra su carrera con temazos como Screwdriver, un rock’n’roll por el que Jagger hubiera matado. Prince volvía a sorprendernos con nuevas formas de hacer hablar a su guitarra hasta en la pista de baile. Como si fuera ya lo último importante en su vida. Su repentino silencio nos roba demasiado pronto a un nuevo Prince: el maestro.
     

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