Toys in the Attic (1975)
Aerosmith
Auténticos
hijos de los 70. Una panda de macarras dispuestos a vivir el rock and roll hasta sus últimas
consecuencias, sumergidos en pantanos de alcohol y metiéndose cualquier
sustancia ilegal que se les pusiera delante. A mitad de la década y con sólo
dos discos, su mala fama estaba bien asentada pero el cuerpo aún aguantaba y su
mayor problema era quitarse el sambenito de ser una especie de secuela de los Rolling Stones. Su tercer intento para
alcanzar la fama no les quitó las adicciones pero funcionó, otro álbum mágico
del mismo 1975 en el que Pink Floyd
lanzaba Wish You Were Here; Led
Zeppelin, Physical Graffiti; Bod Dylan,
Blood
on the Tracks; Bruce Springsteen,
Born
to Run; Queen se iba a la
ópera y Patti Smith cabalgaba con Horses. ¡Menudo año para destacar!
Y
destacaron. Vaya si lo hicieron con su rock
de sexo explícito y juergas
incontroladas que, por supuesto, escandalizó a la siempre bienpensante
sociedad estadounidense. No eran los únicos que jugaban con la transgresión a
través de la música, simplemente consiguieron hacerlo en un formato que caló
rápido en una audiencia que además se lo pasaba en grande en sus conciertos.
Habían aprendido de The New York Dolls
y Mott the Hoople, pero ellos eran más
divertidos.
También
supieron ensuciar su sonido lo justo para sonar heavy sin realmente serlo. Era su vena stoniana, la que les mantenía aún en la senda del Rhythm & Blues. La misma ambigüedad
sexual que transmitía su imagen se trasladaba a su música a medio camino entre Led Zeppelin y sus alter ego británicos y, tras dos intentos semifallidos, en Toys
in the Attic consiguieron el equilibrio perfecto. Sonaba sucio, pero
olía a limpio.
Aerosmith era –y es- cosa de dos. Steven Tyler dejó claro que no era un
remedo de Jagger y se reveló como un
maestro de las baladas, capaz de emocionar a un oso polar con una gran voz que
superaba a su inagotable repertorio de obscenidades. Y que aún no se desmayaba
sobre el escenario. Tras él, o mejor dicho, a su lado, Joe Perry llevaba los mandos con su talento para sacar de su
guitarra riffs como los de Walk this Way o Sweet Emotion, dos temas elevados a la categoría de himnos del R’n’R. Y tras ellos –esta
vez sí-, Brad Whitford, Joey Kramer y Tom Hamilton se encargaban de que el resto funcionase como un reloj
que se movía al ritmo que marcaban, y marcan, sus carismáticos líderes.
Toys in the
Attic
sigue, de hecho, girando en torno al reloj del rock más clásico, el de Big ten Inch Record o No
more no more. El momento heavy
no llega realmente hasta Round and round, casi al final del
disco. Quizá el Aerosmith más puro,
el que hasta hace muy poco aún les mantenía en la cima, se encuentre en el
propio tema que le da título, rápido y vacilón, con Perry dispuesto a lucirse desde el primer acorde.