El Humilde Maestro de Tecnología
por Vicente Mateu
Cincuenta
años atrás, el hoy flamante Comendador de la Orden del Imperio Británico se
arrastraba medio muerto de hambre por Francia y España en busca de aventuras
inexistentes. Él apenas contaba 20 años mientras la década de los 60 iniciaba
su recta final. El sueño terminó con su regreso a casa, pero sólo para empezar
otro. Pink Floyd ya daba sus
primeros pasos y tenía un grave problema con su guitarrista, en el que la
genialidad se cruzaba con la demencia. No pocas veces ni siquiera era capaz de
terminar los conciertos. La solución fue contratar a un amigo de la infancia,
uno de sus profesores callejeros de
las seis cuerdas, para los momentos de crisis. Era David Gilmour (Cambridge, 6 de marzo de 1946), camino de
convertirse en leyenda; Syd Barrett,
desgraciadamente, estaba a punto de formar parte de ella.
El
cortocircuito en la mente de Barrett,
al fin y al cabo una casualidad del destino, cambió la vida de aquel chaval de
Cambridge marcando a su vez la de millones de personas a lo largo de varias
generaciones que también aprenderían a volar desde el mástil de una guitarra.
Un viaje que comenzó en 1963 con su primera banda, Jokers Wild, que aún no ha terminado y en el que Pink Floyd sigue ocupando un lugar de
honor junto a los Beatles y los Stones.
Y
aunque le pese a Roger Waters, a
ojos de la Historia y de los fans la guitarra de Gilmour le ha enterrado bajo los ladrillos del Muro que levantó
entre ambos. Y, como es bien sabido, también con Mason y Wright. Pink Floyd era la mágica suma de un
grupo de músicos con un talento y una visión excepcionales, hijos de la
psicodelia y la estricta educación británica convertidos en superestrellas a
los que acabó por separar la lucha de egos. Se necesitaban, pero no se
soportaban. Un clásico por entonces entre los grandes grupos del olimpo
rockero.
La
ecuación apenas funcionó una década. Pink
Floyd, se quiera o no, dejó de existir a partir de los años 80. Sin la
pesada sombra del bajista, Gilmour tenía
por fin el control absoluto del grupo, o mejor dicho de la marca, hasta que
tras un par de discos grabados a trompicones realmente sólo quedaba él y todo
dejaba de tener sentido. Era el momento de volar en solitario desde el estudio
flotante sobre el Támesis que había
convertido en su cuartel general.
Nacía
un nuevo David Gilmour, un artista
polifacético y multimillonario benefactor de ONGs al que se le que quedaba
pequeña su condición de virtuoso de las seis cuerdas e innovador del
instrumento en el mundo de rock y decidió completarla con la de productor e
ingeniero de sonido de lujo. Una faceta en la que realmente se ha volcado
bastante más que en su propia discografía y casi le ha dado más alegrías. Como
la de Kate Bush especialmente,
elevada a la fama a golpe de gorgorito y una maravillosa voz potenciada gracias
al gran dominio de la tecnología de su mentor. De paso consiguió resucitar a
medias lo que quedaba de Syd Barrett,
homenaje incluido.
Su
carrera personal quedó prácticamente aparcada. Media docena de discos en más de
tres décadas y entre los dos primeros –David Gilmour en 1978 y About
face en 1984- y el resto pasaron más de 20 años. En 2006 regresó con On an
Island; dos años después con un ampuloso en directo en Gdansk con una orquesta sinfónica y, en
2010, con Metallic Spheres, un experimento a medias con The Orb, herederos electrónicos de Pink Floyd.
Cinco años después lanzó Rattle that lock al calor del éxito
de The
Endless River en 2014, un nuevo álbum lanzado bajo el nombre de Pink Floyd reelaborado con descartes de
su última época, con Rick Wright aún
vivo. Asegura que es el capítulo final, el último disco de la mítica banda. En
ambos casos demostrando estar en un excelente estado de forma.
No
obstante, desde los 90 su guitarra no dejó nunca de sonar invitada por B.B. King, The Who o Supertramp… una
larga lista en la que no falta ni Bob
Dylan. Una época de silencio creativo salpicada de múltiples apariciones
como la de 2002 con una corta serie de conciertos acústicos en Londres que
dejaron muy buenas críticas.
El
uso intensivo de la tecnología disponible es lo que permitió a Gilmour crear su propio estilo
explorando constantemente los límites de su instrumento, alargando cada nota
hasta el infinito sin dejar de pisar los pedales de efectos ni soltar un
segundo la palanca de su Fender, la
marca habitual en unas manos por las que seguramente han pasado todas en algún
momento.
Él,
un tipo humilde, dice que la complejidad de su equipo le ayudaba a disimular
sus carencias técnicas en un mundo –se le olvidó añadir- en el que muchos
confunden la velocidad con el virtuosismo. La intensidad en su caso no se mide
por el número de notas. Una sola le bastaba para parar el tiempo y en los 70 el
LSD se encargaba de hacer el resto.
Gilmour era, además, mucho más que un
guitarrista genial: sabía sacar también partido a su voz y dominaba muchos
otros instrumentos, desde la batería al saxo. Lo tenía todo de su parte… menos Roger Waters.
A
estas alturas de la película y con más de 70 inviernos a cuestas, Gilmour se encuentra en esa fase de desconexión tecnológica por la que pasan
los guitarristas de su quinta que se han pasado la vida enchufados al
amplificador. Muchos de los artilugios que hace sólo unas décadas poblaban de
cables el suelo de los estudios –en Internet se puede encontrar detallados los
que utilizó casi en cada canción- ya no existen salvo para comprobar lo difícil
que era la vida sin ordenadores y éstos tampoco tienen secretos para él. Toca,
pues, buscar nuevos retos.
Una
nueva etapa para la que se ha buscado un colaborador de lujo, nada menos que Phil Manzanera, un viejo amigo
convertido en los últimos en mucho más que un productor, el complemento
perfecto para poder seguir disfrutando de la guitarra del Comendador David Gilmour, una leyenda en la que todavía
no se ha escrito el último capítulo. O, mejor dicho, la última lección.
(Imágenes: ©CordonPress)