Asomado al precipicio. Cuando tocaba Slash
por Alberto D. Prieto
Corre el año 1985 y Guns'n'Roses ya empieza a
arrastrar manadas de garito en garito. En plena orgía, un momento de lucidez: Slash
cae en la cuenta de que en ese escenario no va a reclutar un manager para el
grupo. Ya es suficiente con que nosotros cinco seamos animales de (esas)
costumbres. Para puros de corazón ya estamos nosotros, necesitamos un tío serio
para meternos con él y para que nos haga ricos.
Ese tipo fue Alan Niven. Pero sólo llegó
meses después. Cuando todo estaba perdido. Es decir, cuando tocaba /
Desde pequeñito, Saul estaba predestinado a
aprender idiomas, a comunicarse con la esencia de las cosas y dialogar con su
alma. Pudo ser la mezcla de razas y orillas del charco Atlántico, tal vez la
infancia entre artistas de todo signo, o la adolescencia truncada por la
separación de sus padres; pudo ser su pronta iniciación a los viajes ácidos y
psicodélicos del alcohol y las drogas, quizás una escuela armada con
estructuras antiguas y autoritarias cuando él ya era hijo de la generación post-hippy...
o que todo se unió a la misma vez en un muchacho desarraigado, individualista
de primera hornada y ávido de hallar su lugar.
El caso es que ese chaval aprendió a hablar con su
guitarra antes de tener una a la que llamar verdaderamente así. Con una
española desconchada se presentó Saul en las clases particulares de un
tal Robert, para aprender a tocar el bajo eléctrico... Nada tenía
sentido, pues. Hasta que sonó 'Brown Sugar', de los Stones, y el
moreno adolescente entendió que ahí estaba su casa. No con Robert, sino con la
pala, el mástil y los trastes.
Aún pespunteaba el 'Dazed and confused' de Led
Zeppelin con espinillas en la cara y una sola cuerda, la sexta, armada
sobre los trastes de esa caja flamenca rescatada del armario de su abuela
negra, cuando las notas se le trasmutaron en letras, sus dedos en la pluma, y
vio la luz en su cabeza ensortijada, de donde empezaban a brotar innumerables
novelas que desarrollar. Saul, imberbe, se imaginó seduciendo chicas con
sus habilidades y amasando fans extasiados ante sus relatos a varias voces. Así
que dejó las calles, abandonó la bici con la que las remontaba delante de la
pasma, y se encerró en su cuarto.
Hoy, aquel chico sabe de música; entonces, sólo la
sentía. Hoy, aísla cada instrumento de una grabación y entiende los porqués;
entonces, hace tres décadas, se limitaba a saber que ése que estaba aprendiendo
era, en verdad, su idioma y que, aún más, él algún día sería académico de esa
lengua, porque sería capaz de desarrollarla y profundizarla. Sólo le hacía
falta una banda que le hiciera sentir hacia fuera lo que por dentro le empezaba
a dar la guitarra.
Su colección de casettes robadas en el WallMart era
infinita: Queen, Aerosmith, Hendrix, Mötley
Crüe... y sobre todo Van Halen.
"¡Jesucristo, qué es eso!", había exclamado el primer día que escuchó
el 'Eruption', con Eddie mostrándole al mundo su impresionismo a
la guitarra. El caso es que el pequeño Saul halló en estos genios a sus
maestros, y su taller de aprendiz en ese dormitorio. Repetir la cover
una y otra vez. Y, al poco, saber hablar a esas seis cuerdas, manipulándolas,
exprimiéndolas, podría ser ventrílocuo de sí mismo con un nuevo lenguaje. En el
que se llamaría Slash, el hombre que supo susurrar a varias voces. Las
guardaría todas bajo una chistera, para esconder su secreto, abrazado a su Les
Paul réplica, y enganchado a un amplificador de placeres.
La compañera de viaje llegó de improviso, a última
hora. Era una pieza entre poquísimas, hecha a mano por el ultimo de la
dinastía Jim Foote, regentes de Music Works en Redondo Beach.
Igual pasó con la consola de sonido: un Marshall de alquiler,
descatalogado y tuneado, el último a mano en la tienda sita junto al estudio Take
1, donde Slash regrabó todas sus partes del 'Appetite'. Tarde
y mal. Es decir, cuando más de verdad iba sonar. Cuando tocaba /
Había que elegir entre vivir así y, casi seguro,
morir en el intento o la nada. Los Ángeles no daba muchas opciones a su
generación: estaban la drogas, los problemas con la policía, el alcohol, la
policía, las fiestas, que acababan cuando llegaba la policía... Así que eligió
tenerlo todo porque no había elección.
Tuvo que haber un momento en el que el joven Saul
se convirtiera en Slash, no sólo a la guitarra, sino en la calle,
en la vida real, con sus vaqueros y sus bambas. Asomado al precipicio. Ese
momento en el que uno deja de buscar la pelea y se limita a aceptarla cuando
viene; cuando uno toma conciencia de su condición, de su desarraigo, y de que,
para haberse construido a sí mismo con un tetris de drogas y delitos, el
resultado era satisfactorio. Éste soy yo, no hace falta que me lo digáis.
Quizás de ahí vino el punto de impostura que siempre rezumó su pertenencia a Guns'n'Roses,
un grupo empeñado en insultar y decir muchas veces 'joder', 'puta',
'capullo' y 'mierda'.
Slash, el
guitarrista prodigioso, ya nunca necesitó reafirmarse, apoyado como estaba,
además, en su estatus de superdotado para interpretar los trastes. Si en el
instituto suspendía todo menos música, pese a contar con profesores tan
aburridos y teóricos como en el resto de asignaturas; si ante cualquier riff
escuchado una sola vez, sus manos eran capaces de reproducirlo a la guitarra;
si improvisando lograba decir lo que su corazón sentía y su mente dictaba... si
siempre fue así, toda la parafernalia que acompañaría años después su éxito de
masas junto a Axl y los demás no sería más que un adorno, algo
prescindible. Y cuando desapareció, no importó, no a él. Slash se quedó
con su guitarra, dispuesto a rearmar el tetris, esta vez con una carrera exenta
de tanto foco. Porque quien sigue emitiendo energía es él. Y el pelirrojo podía
quedarse con el nombre del grupo, con sus 'joder', sus 'putas',
unos cuantos nuevos 'capullos' y con todas sus 'mierdas'.
La formación del grupo no tuvo un orden cronológico
ni semántico. Aquello fue un fuego de campamento en el que se fueron adhiriendo
y separando jovenzuelos ávidos de fiesta, sin orden ni concierto, hasta que,
madrugada profunda de la adolescencia inconsciente, quedaron cinco arrastrados
en la misma onda: sin sitio adonde ir y sin nada mejor que hacer que unos
coros, unos tragos y unos porros. La fiesta une mucho. Y genera más fiesta.
Hubo varias idas y venidas, traiciones, cuernos
musicales y de los otros, embestidas musicales, artísticas y personales. Hollywood
Rose y L.A.Guns eran dos combos imperfectos donde se incubaba un
talento que sólo podría explosionar con la casualidad. Ninguno de los llamados
a triunfar de entre los decenas de músicos que por sus carteles pasaron tenía
una personalidad al uso. Excéntricos, tímidos, agresivos, desquiciados,
ambiciosos, egoístas, ególatras y egocéntricos. Por allí se juntó lo mejor de
cada arrabal y una tarde del año 84, después de muchas patadas en el culo con
las que limpiarse a quien no encajaba, un tal Rob Gardner, junto a Duff,
de Seattle, el calmado Izzy, y el explosivo Axl, hicieron masa
crítica en un local de Silverlake. La energía fluyó incontenible, así
que ésa era su banda, ése su lenguaje y así lo sentían; sin renunciar cada uno
a nada de su esencia, ni como banda a su composición química de precipitado
inestable y explosivo. Y entendieron que si la gloria es para los auténticos,
lo que estaba sonando ahí sería glorioso. Quizás efímero, pero brutal,
espumoso, impregnante, imparable. Reactivo.
Desde que Geffen les firmó hasta que Slash
vio la luz entre aquellas strippers y decidió que quería un buen manager que
les hallara un productor adecuado pasaron más de siete meses. Una larga resaca
mendigando cariño y heroína, un catre donde reposar y algo de whisky. Pero
llegó Mike Clink, el último de los productores que Alan Niven les
podía presentar. Porque no quedaban más en Hollywood. Era el último. Y fue
perfecto, lo entendió todo. Captó la energía brutal de la banda y la impresionó
en las cintas con brillo. Era el adecuado, y llegó a última hora, sobre la
bocina, a punto de echarlo todo a perder. Cuando tocaba /
No hay nada reglado en la juventud, nada que se rija
por parámetros previsibles. Así ocurre que seguramente hayamos perdido decenas
de ocasiones de disfrutar de grandes artistas, perfectas interpretaciones o
talentos sublimes por no haber estado en el lugar preciso en el momento
adecuado. Ellos o nosotros. O todos a la vez. Y así ocurrió que esta tropa de
artistas primarios, puro talento desenfrenado mezcló bien. Muestra de ello es la
sesión en la que nació 'Welcome to the Jungle', una jam de menos de tres
horas en un local casero, en la que Slash recuperó un viejo riff
a propuesta de Axl ante los demás, y poco a poco se fueron juntando
frases, melodías y bases rítmicas. "Hasta los arreglos finales con los que
se publicó son casi los mismos que de allí surgieron", cuenta Slash
en su autobiografía.
Y no nos los perdimos.
El fuego de campamento, con guitarras
alrededor, seguía fuerte y los GNR querían trasladarlo a los álbumes.
Eso eran ellos. Así que esa imagen de rebeldes anti
lo-que-sea-que-se-me-ponga-delante los llevó a impostar el directo en más de
una de sus mejores composiciones. Hace falta mucha disciplina para parecer tan
indisciplinado y los Guns'n'Roses no se podían permitir que su público
adivinara las horas de estudio, las decenas de tomas, el juego de capas de
sonido, la presión en las entradas, todo aquello que hacía de sus temas
pequeñas sinfonías a la palabrota, el exceso y las patadas en los huevos. Así
que ponme ahí un público enajenado para que nadie se pare a pensar, que se
oigan unos pitos para que el fan crea que nos puede abroncar como nosotros a
ellos, esconde mis tres voces de guitarra y las tres de Axl bajo
una masa de fans de rugido acompasado.
Que nadie averigüe que mi colección de Les Pauls,
Explorers, Doublenecks, Telecasters y Flying Vs supera el centenar, y que
elijo una u otra para cada momento dependiendo de la composición molecular del
aire y del amplio y de la amplitud del estudio, y de si he dormido más o menos.
Que nadie se dé cuenta de que bajo esta capa de ropa hay un virtuoso, un perfeccionista,
un académico del rock... Que no se sepa que hay tanto trabajo detrás,
que esto es para divertirse, que nadie imagine que hay un secreto de horquillas
tras el atrezzo de mi chistera.
Eso en la época de gloria, porque antes, en los
albores de los Guns'n'Roses todo fue de frente, impetuosamente directo,
sí a todo bolo, ropa la primera que se pille de cualquier armario a mano,
canciones nuevas ante un público nuevo a guitarrazos y a ver qué pasa: si
agitan las greñas es que sí, si se empiezan a pelear, es que seguro que sí. De
este modo, sin dobleces ni concesiones, la gloria que cosecharon fue
legítimamente suya, su autenticidad estaba a prueba de managers y productores,
y todo eso lo rezumaban desde el inico sus melodías cada día. Tanto, que sus legionarios
les seguirían hasta las puertas del infierno rugiendo y salivando, ansiosos de
que les saciaran su apetito por la destrucción. Su mismo apetito. Y que
aproveche.
Destrucción, mentiras e ilusión. Eso fueron Guns'n'Roses.
Hasta ahí les duró el fuego eterno de la pureza, porque lo que los había unido,
el desarraigo, la rebeldía, las putas, el joder, los capullos y toda esa
mierda, real y rutinaria, había dado paso a un hogar de chimenea en mármol,
asistentes, asistentas y mierda de la buena en gratis total y todo incluido. La
explosión artística que significó el doble disco doble 'Use your Illusion'
era un cenit inigualable. Melodías perfectas, producción compleja y ajustada,
sonido directo potente y pulido... Todo al tope. Tanto que ya no eran ellos.
Los que crearon aquello. Esos muchachos que preferían una pelea sin motivos
aparentes antes que pararse a pensar si había motivos. Esos tipos de suciedad
sincera, de pobreza extrema por albergar un solo interés: pillar de donde fuera
cualquier combustible que diera para un buen show. Unos amiguetes de furgoneta
y bocata, botas gastadas y vaqueros rotos por el uso, no por la moda.
Se había acabado el desenfreno, llegaron los
contratos y las obligaciones. Nadie imaginaba que volviera a surgir tras un
bolo, entre whiskys, sentados sobre el equipo aún sin recoger sobre una acera
de Sunset Blvd., esa magia de que a un riff improvisado le sigue un
desarrollo melódico y de inmediato una frase tarareada... Y la noche no acaba
hasta que, dos o tres horas después está compuesto un nuevo single completo...
Y cuando eso acabó, cada uno por su lado, estas son
las cuentas, y hasta más ver. Y eso ocurrió al final, en la cima, lo siguiente
era el precipicio. Eso ocurrió cuando tocaba /