Un River Movie de Blues
por Alberto D. Prieto
20 millas de la carretera 82 en pleno corazón de
Mississippi separaron las cunas de los dos reyes del algodón, esclavos
libertos del blues, negrazos en cuyas grupas una guitarra
eléctrica pareció siempre un juguete. Y al juguete ambos le sacaron todo el
hilado que sus seis cuerdas tenían guardado, convirtiéndolo en algo
verdadero y elevando a sus admiradores más allá de la realidad, para rendirles
vasallaje en los feudos de riff.
20 millas, 29 minutos en coche a través de la carretera
82, que cruza de oeste a este los campos deslomados de algodón de sus
ancestros. Y 29 meses. De Indianola, un 25 de abril de 1923, a Itta
Bena, el 16 de septiembre del 25 entre plantaciones, covachas más o menos
abandonadas de esclavos más o menos liberados y meandros del río que nombra
esos páramos, enrevesadas espirales que humedecieron a su Lucy y su Lucille,
su Flying V y su Gibson ES-335 sin efes acústicas, condensando en
esos punteos y fraseos que no parecen llevar a ninguna parte, que se tuercen y
retuercen por el mero regodeo de mirar una misma desazón desde todas las
plusiones del cordaje.
Aunque para tantos súbditos el Blues Boy Riley
fue y sigue siendo el rey, en verdad, antes que B. B. King hubo un
primogénito: 20 millas, 29 minutos, 29 meses, más allá mirando al sol ponerse,
el legítimo fue y será siempre Albert King, nacido Albert Nelson,
guitarrista, cantante y enorme, con voz de terciopelo y cuerpo de tren de
mercancías, heredero del trono musical que su padre Will labró en el coro
gospel de su parroquia.
En la segunda posguerra mundial americana un
negro nunca hubiera protagonizado una road movie, todo lo más que se le daba
era un papel de continuidad a bordo de un vapor de carga en el Misisipí.
Y Albert King escribió el guión de su vida sobre pentagramas
garabateados junto a botellas de cerveza y viejas cajas de cigarros junto a las
orillas de esa arteria estadounidense. Qué mejor papel de continuidad que ser
el más virtuoso y curioso entre los intérpretes de las músicas que bañaban las
riberas negras de América. Por entonces, ni él ni cualquier otro muchacho nieto
de libertos tenía más futuro trabajando en la obra que dando tumbos colgado de
un instrumento, así que el joven Albert inició su peregrinaje, dejando
atrás hileras de algodón y de hermanos, hasta 12, y vislumbrando surcos de
vinilo en el horizonte.
De Indianola (Misisipí) la familia se
había mudado a Forest City (Arkansas), y él inició su camino subiendo el
cuerpo triangular de una Gibson Flying V al suyo de bulldozer camino de Gary
(Indiana), visitó los garitos humeantes de blues en Chicago (Illinois) y
recaló en San Luis (Misuri), de nuevo junto al Misisipí, 400
millas al norte de la cuna, para que el río de su vida transportara sus
sedimentos y sentimientos, meandro a meandro, tumbo a tumbo, al delta del blues,
en Luisiana. Allí donde, desde Baton Rouge hasta Nueva Orleans,
fertilizaron las enseñanzas que el rey Albert punteaba aguas arriba en
una guitarra del revés, allí donde siempre reinó la música negra y es religión
oficial la prestidigitación sobre las cuerdas de quienes siempre aspiraron a un
trono, una guitarra y unos fieles.
El zurdo Albert King siempre rodó junto
al río del que bebió toda inspiración. Se estableció en Memphis y firmó
por el sello Stax, con el que alcanzó durante los 60 y hasta mediados de
los 70 la etapa dorada de un reinado que, si bien no lo parecía, luego se vio
que en verdad tuvo un mal signo. Pero coherente con el sufrimiento del
intérprete de su música, heredera del sufrimiento y la desesperanza. Y
cimentador del mito. Sus primeros trabajos destilaron esa pureza del blues,
King dialogaba con su Flying V sin interrumpirse, girando los
vapores de barlovento a sotavento, como mandan las escrituras. Se estrenó en el
long play reuniendo sus 11 primeros éxitos en formato sencillo y se
coronó con un directo en la sala Fillmore de Chicago en 1968,
donde la concurrencia comprobó que, ciertamente, el grandón del puente de mando
nunca tocaba la sexta cuerda, y esa habilidad inusitada se llevó al vinilo para
que entrara a formar parte de las colecciones selectas de todos sus herederos:
el 'Live Wire Blues Power' (1968) entró en el libro de su historia. Del
mismo modo que lo haría, un año después, el 'Years Go by' (1969),
penúltimo trabajo puro de blues de su carrera. Anticipo del riquísimo
desarrollo de la trama.
Así, vendría la alianza con artistas blancos de
músicas diversas, versiones y cameos con los Stones, homenajes a Elvis
y visitas al funk para intentar no bajarse de los primeros puestos de
las listas. Participó en el 'Live in Vancouver 1970' de los Doors y
reunió una nueva banda con la que se encerró en el estudio para legar el
definitivo 'I'll Play the Blues For You' (1972). Este álbum constituyó
una obra maestra en la que King amuralló toda la magia de su habilidad a
los mandos de Lucy junto a la potencia de una banda que incluía una
sección de viento a medio camino entre la big band y el jazz
junto a una base rítmica armada por un bajo (a cargo de James
Alexander) que comentaba la melodía mucho más cerca del soul y del funky.
Música setentera con versos susurrados de aguas tranquilas que cerraba una
etapa y se adentraba en los rápidos en que se había convertido el negocio y que
amenazaban con hacer volcar su trono musical.
Suele ocurrir que en un momento dado de la vida
ésta te sorprende con un hecho que actúa de punto de inflexión. Y,
cinematográficamente, todo se da la vuelta sin que uno, protagonista de sus
acontecimientos llegue a descifrar de dónde vienen las tortas. Albert King
dejó de vender vinilos cuando Stax, su compañía disquera, quebró y él
tomó la decisión de firmar por un pequeño sello independiente, Utopia...
Cuando la cosa se lía, nadie desentraña si fue primero la gallina de la deriva
sonora o el huevo de una mala elección de compañeros de viaje, pero a mediados
de los 70 el viejo Albert, que ya había parado en las estaciones del blues,
el jazz, la big band, el funky y, sobre todo, había
contribuido como el que más a embellecer la del soul, se agarró a las
tablas de su insuperable performance en escena para vadear el naufragio
comercial de su carrera.
Su sonido a la venta era confuso, sin rumbo
fijo, mezclando en estructuras cada vez menos potentes y más pop,
píldoras de sus gloriosas manos manejando a Lucy. Los nuevos intereses
del público, la edad, un errabundo proceder, la limitada distribución y
promoción... a saber. El caso es que Albert King comenzó a ser más mito
que realidad, lo que a un protagonista de su propia road movie, en el momento
directo de interpretarla, le ha de tocar mucho las narices. Sin embargo, al
espectador avisado le va pareciendo que ahí hay una evolución de la trama que
funciona. Que, finalmente, encaja en lo que se espera de un relato con
planteamiento, nudo y desenlace. Y que le hace justicia al personaje.
Ningún nuevo trabajo de estudio lo volvió a
poner en la borda de las listas de ventas y sin embargo --además, claro, de su
"brother in blues", como lo llamó el otro King, B. B.--,
todos, Clapton, Stevie Ray Vaughan, Dereck Trucks, Joe
Walsh... todos, han confesado que antes o después desearon enrolarse en
cualquier tripulación que fuera a navegar sobre las aguas chapoteadas por él. Albert
King jamás perdió su magia en directo, siguió dando lustre a cuantos
festivales de blues se quisieran prestigiar con su Flying V del
revés durante los 80 e incluso publicó, en un último intento por bajar al surco
del vinilo su maestría al timón de una sala de conciertos, el 'I'm in a
Phonebooth Baby' (1984), un gran trabajo, heredero de sus mejores y más puros
álbumes de puro punteo dialogado con versos en estructuras A-A-B... pero
que no halló mercado.
Albert
King ha
pasado a la historia como uno de los que reinan en el mazo del blues,
una clasificación en la que nadie se interrumpe, porque se entiende que en los
gustos están los palos de la baraja y que los reyes lo son por derecho divino.
El fundido a negro de su historia se rodó en el cementerio de Edmonson
(Arkansas), no muy lejos de su casa natal. Y a 20 millas, 29 minutos en coche
de Memphis (Tennessee). Cruzando el puente, en la otra orilla del Misisipí.