El Who de Townshend
por Alberto D. Prieto
¿Qué es la música, la música rock, por
ejemplo. Y quién la hace. El que la escribe o el que la ejecuta. Qué tipo de
arte es. Uno lírico o uno transgresor. Uno esforzado o el que fluye y nace de
la inspiración. Es improvisación, está ahí antes de que se escriba o incluso
sin que se escriba, de que se interprete?
Si pintas un cuadro y se lo estampas a
la modelo en la cabeza, si escribes un cuento y lo quemas al amanecer, si
esculpes el David y se lo depeñas Fiésole abajo a Miguel Ángel,
ya está, no hay otra.
Por eso cuando al ideólogo iluminado le dio un arrebato
aquel día en Harrow y agarró la Rickenbacker por el mástil roto
contra el techo para reventar sus notas contra las tablas del proscenio del Railway Hotel, en
realidad estaba representando un papel.
Ni él mismo lo sabía bien, pero aquello
era el estreno de su obra. Hasta los más profanos oyen 'los Who' y se
imaginan una caterva de enajenados destrozando sus instrumentos. El repertorio
de Keith Moon, pateador de cajas y bombos con petardos, las réplicas de Roger
Daltrey, amenazando a degüello los latigazos con el cable del micro; los
cameos de John Entwistle, impertérrito hierático, mientras se desgarra
su bajo, y el protagonismo de Pete Townshend astillando la sartén de las
magias contra el suelo y los amplis... todo eso, en realidad, formaba parte de
una obra interrumpida que en esa ceremonia final acababa un acto y enlazaba con
el siguiente, unos kilómetros más al norte, al sur, al este o al oeste, cuando
de nuevo se corriera el telón y empezarán las aspas a dar vueltas de nuevo al
molino.
¿Porque qué es la música, y quién es su
dueño? Lo son, sin duda, los escuchantes. Como lo son los ejecutantes. Unos,
razón última de su existencia; los otros, vehículos divinos de su esencia.
¿Pero quién la inventa, quién hace que esté ahí, quién combina, armoniza, se
inspira y se exprime, coñac a coñac, pista a pista, para dar a luz algo
verdaderamente grande?
¿Y qué enardece a las masas, las notas o
el modo en que son ejecutadas?
Es quizá la obra de Pete Townshend
para los Who un ejemplo paradigmático de esta dualidad. Sin pretenderlo,
se convirtieron todos en músicos profesionales y él en compositor a tiempo
completo de una de las bandas de rock más grandes de todos los tiempos. Y ésa
es otra, ¿una banda existe antes de sus miembros y ellos son sólo partes de
ella, es una banda más que la suma de los cuatro talentos, en este caso, que la
componen, son lo mismo los Who sonando lo imaginado por Townshend que
tocando versiones, lo son machacando sus instrumentos que sin hacerlo, el
mérito estaba en su abrumador directo o en la metafísica de sus letras y la
complejidad de sus pentagramas?
Decíamos que Townshend es ejemplo
de una paradoja diabólica y dual. Fue investigando sobre sí mismo, psicoanalizándose
y buceando en sus miserias infantiles el modo en el que este narigudo del west
end londinense fue derivando de artista en músico. Introvertido y algo asocial,
Pete Townshend fue guitarrista antes de saber tocar la guitarra como es
debido, y se vio impelido a proveer de material musical a sus colegas
entendiendo antes a sus musas que a las semifusas. De su empeño en perfeccionar
la expresión externa del sentimiento interno que estaba dejando salir en cada
tema nace la inimitable adecuación entre forma y fondo de sus composiciones. Y,
como un inventor de palabras, de su afán por crear, por no ser uno más, de su
ansia por formar parte del improbable club de quienes aportaron algo nuevo al
lenguaje musical del rock viene su virtuosismo a la guitarra.
Pionero del acople, propagandista de las
torres de marshalls a todo volumen y, por supuesto, primera mantis
religiosa de la guitarra sobre el escenario.
Porque quizá ése y no otro era el
sentido de las ceremonias autodestructivas de cada fin de concierto: ya he
sacado de ti todo cuanto quería, has fecundado mi gloria con tus cuerdas y
ahora debo descabezarte, arrasarte, destrozarte. Porque has cumplido tu función
y yo ya estoy saciado. Zas, ping, clas, tummmmmp....
Y tal vez por eso, las noches de poco
feeling, la seis cuerdas quedaba intacta, el público clamaba por un poco de
sangre y, más Pete que Townshend, y hastiado, bajaba mascullando
improperios del escenario. Contra sí, contra su maldita estampa y contra esa
jauría de insensatos que no entendían —que siguen sin entender— que esto no
forma parte de un espectáculo, que esto es arte, y que destruir la guitarra es
sólo el colofón de algo bello. Algo que va más allá de una canción escrita, o
ejecutada. Que es un todo. Y sin el todo no hay nada.
¿Qué es la música, pues? Para Pete
Townshend, una suerte de literatura con la que pintar canciones que
esculpen sentidos de la vida. Siempre inacabados y, por tanto, no del todo
descubiertos. Ya sea una ópera rock, como Tommy o Quadrophenia,
un disco que juega a ser una radio fórmula con comerciales, como el Who sell
out, o el resultado de una fracasada visita al diván de la existencia que
fue el Who’s Next... Sin todo eso, sin motivaciones para cambiar el
mundo o al menos tratar de darle sentido, el héroe de sí mismo Townshend no
se metía entre cables.
Siendo como era un virtuoso de las seis
cuerdas y un investigador exitoso de nuevos sonidos, las guitarras de sus
discos nunca son las protagonistas esenciales. No chillan ni piden la vez.
Tampoco él lo hizo jamás como líder al exterior, siendo como de hecho sí era,
el creador dentro del grupo. Y no es que no fuera presumido, es que lo
principal para presumir era la obra en sí, cuyo significado se adquiría en su
complitud.
Quizá por eso cada gran canción salida
de sus cuatro pistas caseros venía ya desde la maqueta con un ‘leit motiv’
sonoro de fondo, que la guiaba, como la frecuencia universal que a todos nos
acompaña, como la música que escuchaban sus oídos desde niño cada vez que se
emocionaba.
En cada acorde, en cada riff, en cada
movimiento y canción, en los interludios, en cada disco completo, siempre hay
reflexión, búsqueda. Y cuando empieza a no haberlo es cuando se acaban los Who.
En ese momento en que, de nuevo más Pete que Townshend, uno no
sabe qué hace ahí sobre el escenario y quién es el que está arreando a la Stratocaster,
si aquel niño asustado que soñaba en oscuro o el adolescente inadaptado incapaz
de soñar, si el joven famoso sin pretenderlo o el rockstar borracho
pretendiendo aparentarse sobrio. Cuando uno se dedica a autoplagiar su fórmula
de éxito, y a vivir del chute de adrenalina —o de otras cosas artificiales con
la misma rima— impostando el gesto, la elevación mística del solo eterno ante
las masas da para reflexionar el quién soy yo, si el seguidor fiel de Meher
Baba, el hombre solidario, el buen amigo, el mal compañero, el músico
profesional, el editor por afición o el marido a tiempo parcial.
Es esa condición de pequeño enajenado
con conciencia de serlo la que otorga su genialidad a la música, al arte, de Townshend.
Un tipo consciente de sí mismo, de su condición de niño de posguerra y de lo
que eso significó en su devenir. El suyo y el de su generación.
Que supo
advertir el momento en que, punks primero por la izquierda y nuevos
románticos después por la derecha, las nuevas generaciones le adelantaban a
él y a los suyos en el mensaje. Y sin mensaje, ya se sabe, no hay sonido.
Porque la música, al fin y al cabo, es eso, un mensaje. A saber cuál.
Sobrevivieron los Who unos años a
esa deslegitimación social. En parte por la potencia de su acervo, tanto en la
forma como en el fondo, y en parte por la potencia de su directo, catalogado
como insuperable. “Sobre el escenario yo daba todo, entregaba mi mejor
versión, sacaba lo que hubiera dentro, hasta el límite”, dice el propio Townshend.
Y, así, volvemos a lo de qué es la música, si obra o ejecución. Como cada vez
que lees un libro y exprimes zumos nuevos, cada vez que interpretas una
composición tus sentimientos la llevan a unos caminos u otros.
Y por eso, si rompo o no rompo la Rickenbacker
al final, lo decido yo. ¿Y quién soy yo? A saber.