El hombre con Rayos X en los dedos
Por Vicente Mateu
‘Tipper’
Gore llegaba tarde a mediados de los 80, cuando
‘encausó’ a los Twisted Sister en
nombre de los padres presuntamente preocupados por el ‘peligroso’ rock que
escuchaban sus hijos, repleto de palabrotas y sexo. Ella inventó la famosa pegatina
que sólo ha servido para que se vendan más discos a mayor gloria del diablo y
sus adláteres. La mujer del vicepresidente de los EEUU olvidaba que cuando ella
sólo tenía 10 años -en 1958, para ser exactos-, a un tal Link Wray ya intentaron censurarle en las emisoras de ciudades como
Nueva York porque una de sus canciones se había convertido en una especie de
himno de batalla de las bandas callejeras. Y no le hacían falta ni tacos ni
demonios, sólo una guitarra.
El hombre con rayos x en los dedos. Fred
Lincoln ‘Link’ Wray Jr. (Dunn, Carolina del Norte, 1929; Copenhague, Dinamarca,
2005) fue el primer punk, el pionero que bajo el obligatorio tupé de los ’50
rompió los moldes de su época empezando por el de su propia guitarra eléctrica,
a la que machacó como un poseso hasta conseguir que bramara a través de un
amplificador a punto de estallar. John
Lydon, conocido más tarde por Johnny
Rotten, acababa de nacer en Londres (1956).
Una
guitarra desafiante
El rey del ‘power chord’ lo bautizaron. Wray, uno de los pocos con derecho a
usar el apelativo de ‘Mr Guitar’, encontró en la distorsión un nuevo lenguaje
para las seis cuerdas que se cargó los cánones técnicos y abrió la puerta a un
nuevo rock, tan duro como aquel James
Dean de mirada desafiante que escandalizaba a las madres de su generación,
incluida seguramente la de la señora Gore.
Elvis era un buen chico a su lado.
Las caderas del otro ‘Rey’ no podían competir
en sensualidad con la Supro Dual Tone pasada de vueltas. Menos aún con la
espectacular Danelectro, el otro miembro de un trío de favoritas que completaba
siempre alguna Les Paul. De la primera, protagonista de las portadas de sus
primeros discos, Eastwood tiene desde 2014 un modelo ‘tributo’ a Link Wray decorado con ilustraciones
nada menos que de Vince Ray.
The
Rumble King le llaman en este homenaje de seis
cuerdas. Su mayor éxito ha trascendido a su creador gracias, especialmente, a Quentin Tarantino, que la recuperó en
Pulp Fiction y la convirtió en mito y banda sonora indispensable para ser
auténticamente ‘cool’. Wray, sin
embargo, se mantuvo fiel hasta su muerte en su imagen de macarra, la chupa de
cuero a pelo, una copa lo más cerca posible y rodeado de colegas de mal vivir
como su fiel Robert Gordon.
Auténtico y rebelde frente a la sociedad y
frente a las discográficas, no sólo enseñó a vestir a Sid Vicious. Era ante todo un músico, un guitarrista que buscaba su
propio estilo en un mundo, el de los 60, donde experimentar aún era el motor
del progreso. Dónde había tierra virgen por explorar, circuitos por probar y la
electricidad daba paso a la electrónica, para Wray una herramienta mágica que le permitía ‘hablar’ a golpe de
acorde.
Su paso por la guerra de Corea le había dejado
una tuberculosis de recuerdo que le impedía hacerlo con su garganta. Creció
bajo un porche tocando country con su familia y persiguiendo a todo guitarrista
que pasaba cerca de su pueblo. Una vida rural que cambiaría y le cambiaría
cuando también empezó a dar vueltas en torno a un reloj.
Por entonces encabezaba una banda junto a sus
hermanos, los Palomino Ranch Hands, con
el sobrenombre de ‘Lucky’ Wray.
Cuando el médico le ordenó dejar de cantar, la guitarra fue su refugio. Nacía ‘Link’
y sus Ray Men.
Dos
notas perfectas
En su caso habría que hacer un homenaje
también a la configuración del equipo a la que conectaba la Dual Tone. Ese duro
y pesado trabajo de ensayo y error en el estudio hasta encontrar la ‘suciedad’
perfecta es la “madre del invento”, una expresión de su propia cosecha.
La nota perfecta. Mejor dicho, las dos del
famoso ‘acorde de quinta’ con los potenciómetros a tope. La piedra filosofal
del riff con el que se construyó el heavy y, más tarde, su némesis con los Sex Pistols o los Ramones, otros de sus fervientes admiradores. Él sólo abrió un
camino, descubrir hasta dónde podía llevar era -y es- privilegio de todo el que
se cuelga una guitarra.
En el mundo del MultiAmp, 1957 queda demasiado
lejos. La moda ‘vintage’ ha recuperado el gusto por el vinilo y los
amplificadores de válvulas, todo muy ‘cool’ pero poco práctico. Wray, seguramente, estaría probando las
nuevas maravillas del sonido digital.
Alguien ha escrito que aunque no hubiera vuelto
a grabar nada después de Rumble, su
importancia para la Historia del rock seguiría siendo la misma. Link Wray dio un paso de gigante que le
convirtió en leyenda pese a encabezar el grupo de los ‘malditos’. Su rebeldía
con la industria y con el sistema, su defensa de las tribus indias, de la
honestidad a prueba de cheques le sigue negando en pleno siglo XXI un lugar en
el Hall of Fame, sobradamente merecido, aunque a él le importase más bien poco
ver su nombre grabado en una acera.
Un
maldito
Como buen maldito, Link Wray puso también mucho de su parte para relegar su carrera demasiado
pronto al papel de ‘músico de culto’. El éxito de los Ray Men -sus hermanos- duraría apenas unos años. Sus canciones,
como Jack the Ripper, se colaban en
las listas pero el rock de los ‘50 ya no tenía cabida en los ‘60. Poco a poco
se diluyó grabando para sellos casi locales, incluso oculto bajo otros nombres.
Manía o descuido, su discografía es un
imposible que no termina de crecer. A modo de ejemplo, en 2013, mucho después
de su fallecimiento, se recatalogó a nombre de Link Wray un disco de 1970 atribuido a Joey Waltz, pero grabado con los Wray Brothers. Listen to the
Voices se titula ahora Rumble &
Roll.
Tras una década de ostracismo, el revival del
rockabilly le sacó del anonimato casi absoluto gracias a Robert Gordon, con el que grabó un par de discos. Los ’70 le
devolvieron a los escenarios y a los conciertos que su energía convertía en un
infierno de sudor y cerveza. Dispuesto a no rendirse. El ‘comanche’ cabalgaba
de nuevo.
Su cuarta esposa convirtió Dinamarca en su base de
operaciones desde los años 80. Rompió sus lazos familiares en EEUU -dos esposas
y seis hijos- al descubrir que en Europa había gente que aún tenía ganas de
verle tocar. Y de comprar sus discos. En los ’90, el grunge también le incluyó
entre sus referencias, lo que permitió grabar otro par de álbums, el último, con
el permiso de las reediciones, es Barbed
Wire, en 2000. Sólo un infarto consiguió pararle. Pero no a su leyenda.