Macca se apareció: Bienaventurados en el Vicente Calderón

por Alberto D. Prieto

Hay que ponerse en la piel del abuelo. Ahí, delante de 50.000, de 70.000 personas. Día sí, día no. A sus 74 años. Desde hace décadas. Y con todos esos talibanes de la beatlemanía con sus abluciones hechas ni se sabe la de veces al día desde hace… ¿cuánto? ¿Veinte, treinta, cuarenta años? ¿50 tal vez? Alguno había de esos, de los de su quinta, sí. Y también había de los que aún no han siquiera empezado a conocer las coreografías de guardería, tarareando Ob-la-di Ob-la-da en brazos de mamá.  

Hay que ponerse en su piel, digo, para comprender que sí, que los Beatles existieron y que él fue uno de ellos. Al menos 40.000 de las 50.000 personas que abarrotaron el Vicente Calderón el jueves 2 de junio de 2016 ni llegaron a convivir con los cuatro de Liverpool. Cuando algo está tan mitificado, cuando ha estado ahí desde siempre en la vida de uno, cuando la música popular se mide con ellos como centro de todo –hubo genios que sembraron el rock and roll de Rickenbackers, Hofners, Gretschs, y Ludwigs, y luego vinieron John, Paul, George y Ringo, para hacerlos florecer–, cuando pasa eso, cuesta creer que el viejo McCartney que está ahí arriba en el escenario sea de verdad el mismo que proyectan las pantallas que lo enmarcan.
 



No por las arrugas, que uno ya sabe lo que causa el paso del tiempo en los cuerpos, no. Cuesta creerlo porque los dioses no son de este mundo. Y si después de él han venido tantos y tan variados durante 50 años –todos esos que cosechan a partir de aquellas semillas beatle–, ¿cómo puede ser que siga ahí, aquí?  

James Paul McCartney debió tomar conciencia de sí mismo en algún momento entre Hamburgo y su supuesta muerte en un accidente de tráfico el 9 de noviembre de 1966. Quizá por eso el repertorio de esta gira One on One Tour repasa todo el proceso vital del mayor dios del Olimpo del pop-rock. Desde el In Spite of all the Danger de cuando eran un combo de instituto presentados como los Quarrymen hasta su reciente colaboración con Rihanna y Kanye West en Four Five Seconds. De no ser más que un adolescente de cara amable jugando a ser malote con John, sus pastillas y su putas en la ciudad portuaria alemana a ser un mito infinito con el que todo el mundo quiere confirmar alternativa.
 

El ser humano tomó conciencia de sí mismo en algún momento entre que bajó del árbol y enterró a su primer muerto con ceremonia. Entonces, miró hacia arriba: fuera de la cueva en busca de Dios y dentro de ella, en busca de dónde plasmar sus inquietudes. Y ahí estábamos los pequeños hombrecillos, en el Vicente Calderón, mirando arriba a un dios encarnado que impartía sus sabidurías; y él mirando arriba, a su cielo particular, donde le esperan los viejos amigos, recitando, una vez más –ya tantas–, sus bienaventuranzas, ésas que compuso junto a los ausentes, a los que honró ceremonioso al ukelele en el Something de George y al piano con el amoroso Here Today y el alegre Give Peace a Chance de John.
 

Atrás habían quedado Stuart Sutcliffe, feliz renunciando a la fama a cambio de la gloria que le daba Astrid Kirchherr, luminosa tras el visor; y Pete Best, que perdió el tren, o se lo perdieron; atrás quedaron los Beatles, los Wings, el mersey beat, el soul blando, las incursiones grandilocuentes en el funk y el clásico, las coyundas con otros dioses (Stevie Wonder, Elvis Costello, Michael Jackson…), atrás quedó todo y hoy se erige un pedestal cada dos noches por todo el planeta, sobre el que se sube el viejo Paul, con sus ojitos saltones y tristes, el morrito gatuno y la voz de siempre, la voz quebrada.
 

Pero el peregrinaje es el mismo, porque hay canciones que hay que escuchar en vivo. Porque si la música se hizo para algo es para ser escuchada en directo, mientras se ejecuta. Y a poder ser, con el responsable de la composición presente entre los intérpretes. Macca, zurdo, rasgó sus primeras guitarras al revés en el Liverpool frío de posguerra, en un mundo que renacía registrando nuevas patentes cada dos días. Algunas de ellas eran las guitarras eléctricas, los amplificadores de sonido, los discos de vinilo, las cintas de cassette… Eso que a él le entretenía se desarrollaría como negocio a la vez que su espiral artística engrandecía su diámetro. Estimulada, claro, por la de su cónyuge de adolescencia, el loco de Lennon. La competencia los convertía en amigos enemigos y en ricos de solemnidad por su sinergia de firma y personal.
 

George Martin
, el primero de los ‘quintos betales’, les ayudó a darle forma a todo aquello. A producir, registrar y empaquetar las esencias antes inasibles y fugaces. Pero nada es comparable a advertir el clang de la cuerda pellizcada por la púa milésimas de segundo antes de que el ampli emita el sonido procesado. Sólo en el retumbar del directo se atrapan esos matices, sólo frente al músico se aprecian esas milésimas. La energía que fluye de la arena a las tablas y que vuelve es una verdadera eucaristía.
 

Hay canciones que hay que escuchar en vivo y más si son las que inauguraron, cada una de ellas, un género de la música popular. Si de algo puede presumir McCartney, firmando con Lennon o solo, es de que las melodías se le rebosan de los bolsillos. Las melodías y los riffs. Las melodías, los riffs y los arreglos… Y es consecuencia natural entre los genios que todo lo que hacen lo hacen bien y que, si hacen mucho, bien hechas por fuerza tienen que hacer cosas distintas. Y en estos inicios de junio, sobre las tablas madrileñas estaba el tipo que escribió la hermosa Here, There and Everywhere y también la canalla Live and let die, que fue capaz de inventar el soul-blues de Letting go viniendo del skiffle  y del simple Love me do.
 

La potente banda que acompaña a Paul McCartney está compuesta por músicos experimentados, con los que lleva no menos de 15 años colaborando. A su izquierda forma Brian Ray, un californiano oxigenado que le hace el cover al bajo en el 60% del show, con un Gibson SG esencialmente. Pero cuando Paul agarra el Hofner, Ray despliega su baraja de seis cuerdas (y una de 12) entre una Les Paul GoldTop, varias Taylor acústicas y dos enormes palas de color blanco hueso, una Danelectro y una Gretsch del 59. A su derecha, Rusty Anderson, otro yanqui del 55, que formó con Police entre otros muchos y cuya amistad con Copeland lo acercó al beatle hace un par de décadas. desde entonces, se han hecho inseparables del viejo beatle: él, sus Mesa Boogie y sus Vox, enchufados esencialmente a la Memphis ES 335 que Gibson produjo para él y su habilidad a las cuerdas. Son inolvidables los solos de Anderson durante el espectáculo. La percusión corre a cargo de Abe Laboriel, un negrazo de brazos percutores a la batería con una sensibilidad inesperada para el sonido bluesero. No en vano ha girado con Steve Winwood, Eric Clapton, B.B. King… Y a su lado, Paul Wickens, Wix, compañero de Macca desde el Flowers in the Dirt de 1989 a los teclados, el bajo, las panderetas… lo que sea. Su base instrumental ha sido esencial en el sonido McCartney durante mucho más tiempo que cualquier otro músico en la Tierra.
 

El arte es una oportunidad para cambiar el mundo y a Paul McCartney se le dio la oportunidad de hacerlo una vez y de seguir vivo para ver las consecuencias. No es que lleve cinco o seis décadas haciendo lo mismo. Simplemente, nos recuerda cuál es la banda sonora del mundo que conocemos, y que la compuso él, ese abuelo dicharachero que nos mira desde lo alto del escenario, que observa su creación cada dos noches y ve que fue bueno, que todo aquello, desde Hamburgo hasta Rihanna, fue bueno. Y que ya descansará, que el cielo puede esperar. y pasado mañana hay otros fieles a los que aparecerse.



(Todas las imágenes: © Cordon Press)

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