La guitarra de la nota infinita

por Vicente Mateu

Una tarjeta de presentación de más de nueve minutos. Grinding Stone se llama esa primera canción con la que Gary Moore estrenó su discografía. Estamos en 1973 y también es el título de su primer álbum con su propia banda y bajo su propio nombre. Tenía 21 años y otra leyenda de la guitarra empezaba a tomar forma en la húmeda Irlanda.

La misma isla que vio nacer entre otros a Rory Gallagher, una influencia que se deja notar ya en el segundo corte, Time to Heal. En el tercero, Sail across the mountain, llega la primera balada, con un fuerte regusto a Traffic y a su verdadero ídolo según propia confesión: Peter Green, el alma de Fleetwood Mac (al que en 1995 dedicaría todo un disco, Blues for Greeny, además de comprarle una de sus primeras guitarras esa magnífica Les Paul de 1959).




La aguja ha recorrido hasta ahora poco más de 20 minutos dibujando un retrato que prácticamente no cambiaría hasta su muerte a los 58 años en la habitación de un hotel, un escenario habitual en todos los que entregan su alma al blues y a la guitarra. El destino quiso que fuese en Estepona (Málaga). La prensa británica, fiel a su tradición, se encargaría de alimentar la leyenda negra con pantanos de alcohol. Oficialmente, fue un paro cardíaco.


Pocos artistas son a la vez tan famosos y tan desconocidos. Gary Moore es todo un ejemplo del individualismo más feroz y su integración en una banda siempre duró un suspiro. Era lo que se dice, culo de mal asiento. Sin embargo, para el gran público sigue siendo el guitarrista de Skid Row, Colosseum II y, sobre todo, de Thin Lizzy, donde realmente apenas le dio tiempo a grabar como miembro oficial uno de sus mejores trabajos: Black rose: a rock legend. Y poco más. Sin duda, lo que más contribuyó a asociar su nombre a la mítica banda fue su papel como guitarra sustituto en multitud de conciertos. Eso y su amistad con el no menos mítico Phil Lynnot.




Prueba de que su compromiso no era demasiado fuerte es que nada más grabar aquel disco y concluir la gira tapando el hueco de Brian Robertson, que había decidido abandonar Thin Lizzy, Moore se embarcó en su segundo álbum en solitario, Back on the streets. Estamos en 1978. Para la grabación contó con el propio Lynnot, Don Ayrey –otro nombre clave del rock duro de los 80- y John Mole, con los que grabaría su primer gran éxito comercial, Parisienne walkways. Por supuesto, una balada.


Comenzaba una década que llevaba su nombre en la lista de ganadores. Tras el experimento medio fallido de G-Force volvió a usar su nombre como reclamo y puso un pie directamente en el heavy para sus siguientes discos. La cima llegó en 1984 con We want Moore!, uno de los mejores directos de la época. Al año siguiente, con Run for cover, se ganaba su primer platino en Reino Unido.




En los noventa, su carrera cogería aún más impulso gracias a otro giro en su música. Sin olvidarse del hard rock, era el momento del blues. Recuperó a Don Ayrey y grabó Still got the blues, una declaración de principios con la que consiguió por fin hacerse un hueco en EEUU –un público que siempre se le resistió- y terminar de consagrarse como un monstruo del género. Para no perder las malas costumbres, en 1994 fundó BBM nada menos que con Ginger Baker y Jack Bruce, un proyecto que sólo dio a luz un disco en su único año de vida. Nadie mejor que él para resucitar Cream.


BBM
fue un breve paréntesis como de costumbre y, además, un punto de inflexión en su carrera, sin un camino definido y con el punto de referencia perdido mientras experimentaba con múltiples estilos. Entre tanto su nombre era ya sinónimo de virtuosismo con una guitarra en las manos, una Les Paul inconfundible y siempre protagonista en todas las facetas de su vida, a la que era capaz de extraer esa infinita endless note con la que cargaba de intensidad sus solos y de paso despertaba la envidia de sus colegas, convertidos en admiradores. Para ponerse a su altura no bastaba con saber jugar con los pedales Ibanez y agenciarse los ‘aparatitos’ diseñados especialmente para él por la casa Marshall, pero es que se trata de alguien que se medía de igual a igual con los grandes del blues, desde B.B. King a Albert Collins, algo más que simples invitados en el estudio de grabación. Poco se puede añadir de uno de los maestros de las seis cuerdas más estudiados de las últimas décadas.




Pese a los vaivenes estilísticos de sus discos, Moore entró en el siglo XXI reivindicándose una vez más como un héroe del blues y proclamando orgulloso que su música está limpia de trucos: “No overdubs used” fue su lema en el tremendo Live a Monsters of rock de 2003. Como era de esperar, una vez más Robert William Gary Moore se marcaría entre medias otra sorpresa montando una nueva y efímera banda nada menos que con el bajista de Skunk Anansie, Cass Lewis, y el batería de Primal Fear, Darrin Mooney. Scars se llamó su incursión en el rock alternativo del momento, quizá el único género que le faltaba por probar.

Visto que no es lo suyo, en 2004 da otro giro brusco y regresa al redil con Power of the blues, todo un homenaje a los ‘padres’ del invento en el que no hay la menor concesión a nada que no huela a plantación de algodón… Le duró cuatro años esta vez, hasta que en 2008 edita su último disco oficial en vida, Bad for you baby, en el que el rock y el rhythm & blues vuelven a ser protagonistas, un auténtico regreso a sus raíces. Un álbum que suena como si Gary Moore hubiera encontrado por fin su verdadero destino con un puñado de canciones que volvían a sonar potentes, divertidas y por supuesto técnicamente perfectas.

Bad for you baby
, el vigésimo en estudio si descontamos sus varios –y fundamentales- grabaciones en vivo, cierra su discografía sólo en teoría. En su leyenda no puede olvidarse su faceta como uno de los artistas cuya música ha sido metida  a todo tipo de torturas en forma de recopilaciones, regrabaciones, colaboraciones y pirateos varios. En ocasiones para bien, por supuesto: dejó una amplia herencia de joyas que merece la pena rescatar como su tributo póstumo a Jimi Hendrix en 2011. Desgraciadamente, la inmensa mayoría son asaltos sin escrúpulos que han terminado por mandar algunos de sus ‘grandes éxitos’ –no es necesario citar cuáles- al rincón de las parejitas en alguna fiesta de Nochevieja, robándoles su esencia. Es la injusticia de la fama, la maldición de otra leyenda de la guitarra.
   

                 

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