Johnny Winter (1969)

Johnny Winter

Bastan los primeros acordes de la primera canción de su primer álbum para entender a Johnny Winter. Incluso el picante título de I’m yours and I’m hers es marca de la casa, de un estilo inconfundible de vivir el blues y el rock desde el mástil de una guitarra. Su melena albina ha formado parte del paisaje durante más de medio siglo, hasta su muerte una noche de julio de 2014 en la habitación de un hotel de Zurich. A sus 70 años seguía de gira.  

Para ser rigurosos, su álbum homónimo no fue el de debut. Un año antes, en el mítico 68, ya había publicado The Progressive Blues Experiment en su sello local de su Texas natal, pero ahora se trataba de su estreno con una gran multinacional, el despegue definitivo y fulgurante de su carrera. En Woodstock subiría al escenario convertido ya en leyenda.
 



La revista Rolling Stone ya se había encargado de dar fe de su virtuosismo. Sólo tenía que hacer un buen álbum de blues. Winter recurrió a la misma banda con la que había grabado en Austin, en la que por supuesto figuraba su hermano Edgar, un equipo rodado al que no tenía nada que explicar y le cubrían perfectamente las espaldas mientras se lanzaba a esos intensos solos que sólo él sabía cuándo acabarían. Como estrella invitada se eligió a Willie Dixon para acompañarle en Mean Mistreater.
 

Winter
no defraudó y junto a  Good Morning Little School Girl, fija en su repertorio desde entonces, reescribió temas de B. B. King, Sonny Boy Williamson y Robert Johnson con una autoridad apabullante. Los dedos más rápidos del oeste, estaba claro, pero puestos a hacer una demostración de lo que era capaz, en Dallas cambió la guitarra eléctrica –habitualmente una Fender por aquella época- por un dobro, esa especie de acústica a prueba de balas genuinamente americana. Inevitablemente viene a la mente el ukelele con el que, según su biografía, dio sus primeros pasos musicales tras darse de bruces con el clarinete.
 



John Dawson Winter III
era, sin duda, un maestro de la guitarra injustamente relegado a la segunda mitad de la tabla de los 100 mejores hachas de la historia en la lista de la misma revista que le encumbró a la fama. Seguro que tampoco le importaba demasiado. Sus mareantes escalas trasladan una excitación de alto voltaje alimentado por una gran carga sexual. Lo decía aquel famoso artículo de Rolling Stone: ese tío albino tan feo era lo más “caliente (hottest)” que había dado el blues desde Janis Joplin.
 

Columbia había apostado fuerte con él, con un contrato de lujo para la época que revirtió en un puesto más que decente en las listas de discos más vendidos. Y en el momento perfecto para reservarse apenas unos meses después de su lanzamiento un lugar de honor en el cartel de Woodstock y un asiento reservado con su nombre en el Olimpo del Rock. Por suerte aún faltaba mucho tiempo para sentarse en él.
          


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