El primer libro de Guitars Exchange

por Dan E. Lecter

“Al elegir una guitarra me fijaba en que estuviera desgastada (... ). Es como entrar en un restaurante. Si está lleno es que se come bien” – Eric Clapton  

El mundo es redondo, lo mismo que las notas bien tocadas de una buena guitarra. El mundo es redondo y paradójico, lleno de esquinas donde se esconden diferentes verdades y puntos de vista. Tampoco es lo mismo un guitarrista que otro.  

Hay religiones, culturas, costumbres, historias… como hay estados de ánimo, razones y lenguajes. Y diferentes héroes y leyendas que nos inspiran, o nos guían, o nos confortan. En cada fuego de campamento, hay un estuche del que sacar una caja hueca de madera con cuerdas, un himno que cantar acompañando sus notas, una melodía que una a los presentes, un recuerdo que los haga crepitar, como las llamas. Tampoco hay un incendio igual que otro.  

Para algunos, la guitarra es un instrumento. No sólo musical, sino de expresión. El camino por el que hallan su modo de hablarle al mundo, de hacer arte, o simplemente de congraciarse con sus prójimos. Otros, sin embargo, lo utilizan de muleta, un apoyo para no sentirse solos en el mundo, una compañera de fatigas y desilusiones.  

Seis cuerdas bien tensas pueden servir, también, para amarrar amistades eternas, enlazar camaraderías imposibles, unir caminos cruzados. Dos manos que las acaricien, pulsen, rasguen o pellizquen pueden convertirse en cuatro, en seis, quién sabe cuántas convocan a veces los dioses para sus liturgias. Y, en ellas, se dibujan sonrisas como muecas de concordia. Las ondas encontradas en armonía embellecen el mundo.  

Y, sin embargo, cada uno tiene su frecuencia. La misma guitarra se comporta distinto en los sentidos de quien la escucha que a bordo de quien la surca. El mismo acorde suena distinto en los amplificadores de unos y de otros. Hay quien interrumpe su discurso, por respeto, y quien la acompaña a la voz, en simbiosis perfecta. Están los que la exprimen con impaciencia y quienes alargan la nota hasta el ensueño. Y estamos los demás.  

Los que la amamos sin atrevernos a profanar su cuerpo. Voyeurs de orgías o actos de amor. Tanto da. Gourmets de la prestidigitación de estos cocineros de la gloria. Consumidores compulsivos, críticos de alma frustrada, escribientes de tres al cuarto, fans enloquecidos, grupies todos. Necesitados de la complitud de un buen solo. Distintos todos, con nuestra religión, historia o cultura propias, con nuestro estado civil o de ánimo. Los oídos y corazones sin los que ellos no tendrían sentido. Las puertas que ellos abren.  

No hay instrumento que, tan sencillo, haya evolucionado tanto. Y hecho evolucionar. Pero tecnologías, enchufes, maderas de aquí o de allá, fabricaciones en cadena o en taller de a mano, no ha dejado de ser un simple cuerpo, seis cuerdas y un mástil. Esa base primigenia, simple quizás, contrasta con sus infinitos matices, que abren un abanico infinito de texturas, interpretaciones del sonido, técnicas, efectos.  

La guitarra ama. Divierte, evoca, recuerda, ayuda, acompaña. Sus resonancias guardan todos los sentimientos y nos hacen preguntarnos si la música que nace de la vibración de sus cuerdas es una obra o una consecuencia, una causa o una idea. Si esas notas combinadas estaban allí a la espera de que algún genio las sacara o si es el genio es que está dentro aguardando una caricia para satisfacer nuestro infinito deseo de sentirnos vivos.  

Hoy, los riffs son la base de nuestra cultura. Como lo fueron la caza y la recolección, la agricultura y la ganadería, las deidades y la filosofía, la razón y la industria. Como antes lo fue la rueda.  

Redonda. Como el mundo.  

Como la rosca del tono de Gibbons, o la boca pespunteada de resonancias de la National de Knopfler, como la sección de una cuerda gastada del tacaño Chuck Berry…  

Redonda como el Royal Albert Hall, donde Clapton tantas veces triunfó, o como lo eran sus lágrimas en el cielo por su hijo. Y la figura de B.B. King, sentado y de etiqueta, sonriendo cada vez que ‘Lucille’ le daba una más. O la pelambrera de Hendrix anudando distorsiones sobre las tablas de Monterey.  

Han sido redondos los molinillos de Townshend. Y puede que las idas y vueltas de Gary Moore al blues no fueran más que eso, un paseo por los círculos de la vida. Era redonda la presión del frasco medicinal con el que Allman nos dio las claves del slide...  

La música es redonda, la guitarra es nuestro mundo.  

Completa, perfecta.  

Siéntense. Aquí se come bien. Pero el menú no es redondo. Faltan ustedes.



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